31 octubre 2008

Transferencia VI. La resolución

Como en cualquier préstamo, llega un momento en que debemos efectuar la devolución. La asunción de un saber (supuesto saber que nos atribuye el paciente) nos promociona a un rango simbólico que no deja de ser un escalón articulante pero provisional y artificioso.
La transferencia negativa cae por sí misma, bien mutando al lado positivo, bien precipitando el abandono terapéutico. La verdadera problemática subyace del lado de la transferencia positiva, en la que el terapeuta, ascendido a un rango de silencioso amante, de escucha privilegiado, puede forzar eterna una relación que se prometía temporal.
Es sabido que el analista obtura una falta del lado del analizado; de manera fugaz, se deja ubicar (o se resiste a ello) en diferentes posiciones transferenciales. Se hace necesario que, ya entrados en el grueso del análisis, y sobre todo de cara a su correcta finalización, el Otro Grande se despoje de sus mayúsculas e invite al analizado a ir apeándole el tratamiento. Como advertía Lacan, el caer del objeto “a” corresponde a una destitución del analista, destitución que permite la resolución del carácter ilusorio de la transferencia.
Si el analista no se suicida del simbólico prestado por el paciente, éste último quedará perennemente atrapado en el ámbar de la mentira transferencial, rindiendo pleitesía a un falso dios que él mismo ha ascendido a los cielos. Se hace urgente virar esta falsa conexión, facilitando un cambio del “amor de transferencia” (quizá necesario en los inicios del tratamiento) por “transferencia de trabajo”.
En la transferencia de trabajo el espejo se hace opaco, y el paciente, desde la soledad acompañada del sittin’, va elaborando un saber propio ahí donde el Otro ya no facilita su saber. Este será su descubrimiento. En el momento en que el sujeto acepta que el saber está en su propio discurso, agazapado, se hace posible el inicio de un duelo necesario: que el analista no atesora ese saber, que tan sólo se prestó durante un tiempo a ser el albacea de un conocimiento que el paciente ya trajo –sin saberlo- a la primera entrevista.

Una vez más, y después de seis entradas, adjunto el documento íntegro: "Transferencia.pdf"

29 octubre 2008

Transferencia V. Positiva vs. negativa

Hemos de reconocer que esta diferenciación puede ser peliaguda. Se supone que la transferencia positiva está formada por sentimientos (conscientes) de simpatía y cordialidad hacia la figura del analista, por lo que resulta lógico –a priori- inferenciar que se trata de una aliada en el proceso terapéutico, al ayudar a afianzar una atmosfera de confianza que apuntala el discurso. El problema viene precisamente de este apuntalamiento, y de que el discurso que se ve reforzado no deja de ser consciente. Moviéndonos únicamente por el equívoco campo de las transferencias positivas, podemos caer en el error de aliarnos al Yo del paciente, y con ello afianzar la represión que suele actuar sobre los estratos más profundos de su personalidad.
Sin duda las transferencias positivas son más cómodas de gestionar en el sittin’, precisamente por su peligrosa cualidad de unirse a los fantasmas narcisistas del terapeuta. En un vals de rapport que puede tornarse en mero yourself, el espectro fantasmático de la realidad del paciente puede quedar coartado a su vertiente más amable, que nunca es la más necesitada de terapia.
Por lo contrario, la transferencia negativa ha sido históricamente vilipendiada por las resistencias que conscientemente fortifica en cualquier análisis. El paciente se muestra reticente a confiarnos su discurso, desconfía de la profesionalidad del terapeuta o de la propia validez del método psicológico (con independencia de la orientación escogida). El paciente intenta apear al analista de cualquier posicionamiento simbólico, y de ésta guisa podemos sorprendernos escuchando una frase que ya se ha convertido en todo un cliché: “yo no creo en los psicólogos”. En todo un alarde de incoherencia (¿por qué, entonces, ha acudido voluntariamente a nuestra consulta?) queda amagada la esencia de la transferencia negativa: subyaciendo a todo el despliegue de defensas conscientes, a nivel inconsciente se esconde un paciente asustado y, por lo común, sorprendentemente colaborador.
Con estas cartas sobre la mesa, podemos advertir el ambiguo carácter de las transferencias. Las de tipo positivo, las amistosas, entorpecen el buen curso terapéutico convirtiendo al analista en un oráculo omnisciente y benefactor, al tiempo que postergan que el propio paciente ejercite su propio mecanismo de abreacción. Las de tipo negativo, en cambio, nos colocan en las cercanías del verdadero foco sintomático pero, sobre todo al inicio del tratamiento, son las más sensibles a la hora de provocar un abandono precipitado.
No debe pues extrañarnos que las transferencias (con independencia de su apariencia imaginaria) deben ser jugadas en el terreno simbólico que nos presta el sittin’. Pese a que se recomiende -como es lógico- reforzar las transferencias positivas al inicio del tratamiento, el analista debe ser cauto de no estancarse en lo acomodaticio de ese reflejo, facilitando al paciente la opción de “dejarse atravesar”, de convertirse en sparring del lado negativo transferencial.

27 octubre 2008

Transferencia IV. Contratransferencia

A no ser que nos sintamos cómodos estafando con nuestra minuta, lo que diferencia al profesional de la escucha de cualquier otro individuo, aquello que discrimina al sittin’ analítico del consejo de un buen amigo (más allá de los conocimientos psicológicos), es entre otras variables la garantía de una objetividad lo más atemperada posible.
Desde el psicoanálisis, el propio análisis didáctico de aquel que ahora cobra debería actuar a modo de normativa ISO, de guardabarrera. Esto no significa que el analista no albergue transferencias hacia su paciente (estaría tan muerto como el Padre al que representa), pero sí debería garantizar que, al menos, el profesional mantiene sus contratransferencias en continuo estado de sitio, sometidas a constante sospecha y cuarentena.
El propio paciente se nos presentará del modo que cree ser, y sin saberlo nos ubicará en posiciones que no nos pertenecen; constantes préstamos de un pasado que nada tiene que ver con nosotros. Es problema del terapeuta acceder o no a las necesidades atributivas del paciente y dejarse colocar en una posición articulante -cobrar forma en el escenario fantasmático del sujeto-, o impedir mediante un continuo regateo ser ubicado en la compleja dialéctica del deseo del paciente, parapetándose detrás del principio de abstinencia. Habrá que valorar si la proyección transferencial del analizado nos ubicará en una posición funcional, destructora de repeticiones, o si por el contrario nos estamos convirtiendo en un eslabón más de una cadena infinita.
En cualquier caso se hace evidente que, en un proceso ya de por sí complicado, si el analista no posee control sobre sus propios fantasmas, sobre sus propios sistemas de etiquetaje y expectativa, nada quedará de la imprescindible objetividad. En palabras del diccionario Chemama:

“Fuera del marco del análisis, el fenómeno de la transferencia es constante, omnipresente en todas las relaciones, sean estas profesionales, jerárquicas, amorosas, etc. En ese caso, la diferencia con lo que pasa en el marco de un análisis consiste en que los participantes son presa cada uno por su lado de su propia transferencia, de lo que la mayor parte de las veces no tienen conciencia. De este modo, no se instituye el lugar de un intérprete tal como lo encarna el analista en el marco de la cura analítica. A través de su análisis personal, en efecto, el analista se supone que está en condiciones de conocer lo que teje sus relaciones personales con los otros, de modo de no venir a interferir en lo que sucede del lado del analizante. Esta es además una condición sine qua non para que el analista esté disponible y a la escucha del inconsciente.”

Pese a todo, y como suele ocurrir a menudo, aquello que en la teoría parece inamovible, en la práctica puede ser difícilmente sostenible. Y es que las últimas corrientes cognitivas (con el postmodernismo a la cabeza) dudan de que la contratransferencia pueda ser reducida a cero. Según estos marcos teóricos, la transferencia es cocreada en el simbólico del sittin; el paciente pone la emergencia metonímica de sus afectos mientras que el analista los modula y a menudo reinterpreta.

24 octubre 2008

Transferencia III. A modo de resistencia

La transferencia es un fenómeno que revisita esquemas anteriormente jugados en otros escenarios. El propio Lacan diría que el mismo amor (amor de transferencia, al fin y al cabo) nunca iba más allá de los primos-hermanos.
Freud, por su parte, reconoció la existencia de imagos inconscientes casi arquetípicas, entre las que destacaban la del padre y la madre. Esto condujo a situar la transferencia como una heredera de antiguos mecanismos infantiles (edípicos, fundamentalmente), posicionamientos y esquemas olvidados que –desde las sombras- continúan mediatizando el comportamiento actual del individuo. Freud definió la transferencia como un desplazamiento metonímico de los afectos, en los que éstos se actualizan de una representación primitiva a otra actual. El autor denominó a este deslizamiento “falsa conexión”.
En lo referente al sittin’, a lo simbólico del espacio analítico, la transferencia se ubica del lado del agieren, del actuar, del acting out (inside). Se exhibe proactiva y cargada de libido erótica (en tanto en cuanto se deposita en pulsiones que buscan ser depositadas en el exterior). El problema viene cuando, del lado de la actuación, se posiciona en las antípodas de la abreacción, del recuerdo introspectivo, del “darse cuenta” (insight) humanista. Si Lacan nos tranquilizaba con su sentencia de que “la palabra es el asesinato de la cosa”, la vertiente del acting nos amenaza con su reverso: “la cosa es el asesinato de la palabra”.
No es de extrañar que Freud intentara crear un cortafuego para salvaguardar la objetividad del analista; de hecho, la regla de abstinencia y el principio de neutralidad no son más que tentativas para aislar al terapeuta del juego de máscaras que le atribuye el paciente. Sólo desde la posición de esfinge se puede sortear la demanda intransitiva del analizado, mas, incluso desde la cómoda incomodidad de esas murallas de silencios, el paciente proyecta su necesidad de ubicarnos en una posición siempre demasiado simbólica, regalándonos la atribución de un saber (a nivel consciente) y a menudo aguardando al crepúsculo de los dioses (a nivel inconsciente).
Continuando con las resistencias encubiertas, Freud también advirtió que la transferencia acostumbra a aparecer como preámbulo de algún nudo conflictivo, a modo de disparador o alarma que retarda (o incluso imposibilita) el acceso a material inconsciente altamente explicativo. Y aquí es dónde asistimos a una de las paradojas de la transferencia: al mismo tiempo que se nos presenta como una muralla defensiva, edificada de afectos resucitados, nos permite ver al paciente despojado de sus vestiduras imaginarias, en la esencia de su verdadera problemática. En palabras de Freud: «La transferencia, tanto en su forma positiva como negativa, se pone al servicio de la resistencia; pero, en manos del médico, se convierte en el más potente de los instrumentos terapéuticos y desempeña un papel difícil de sobrevalorar en la dinámica del proceso de curación».
Y en otro pasaje:
[La transferencia] «Es el terreno en el que debe obtenerse la victoria [...]. Es innegable que la tarea de domar los fenómenos de transferencia plantea al psicoanalista las máximas dificultades; pero no debe olvidarse que tales fenómenos son precisamente los que nos proporcionan el inestimable servicio de actualizar y manifestar las mociones amorosas, ocultas y olvidadas; ya que, a fin de cuentas, no es posible dar muerte a algo in absentia o in effigie».
Y aquí debemos rendirnos a la evidencia: las transferencias son fantasmas erráticos que buscan un ansiado descanso. Son frases nunca dichas, reproches nunca mencionados, halagos nunca ofrecidos… Para exorcizar su eterno periplo, dichas cargas afectivas se escenifican ad eternam hasta encontrar la extinción a través de alguien que se preste a ofrecer una réplica.
Pero no siempre juegan tan limpiamente. A menudo la repetición de esquemas pasados no busca la disolución del conflicto si no, de la mano del beneficio secundario, su afianzamiento y confirmación. Es por esto que la regla de abstinencia convierte al analista en un espejo pivotante: La mayor parte de las veces el terapeuta reflejará impertérrito la demanda del paciente, reacio a dejarse ubicar en posición de muerto, y en otras ocasiones (las menos) permitirá ser atravesado por las necesidades transferenciales del analizado, ofreciéndole un campo de juego donde reescenificar –en forma de diálogo- monólogos nunca estrenados.
Inicialmente (en orígenes normalmente infantiles), la transferencia bebió de una relación real en el imaginario, una relación que quedó de un modo u otro coartada, incluso reprimida, condenada a la repetición como esquema comunicacional inconsciente, como fantasma. De esta forma esa relación (antiguamente consciente e imaginaria) fue cimentándose en el inconsciente, tornándose simbólica.
Cuando la transferencia de dicha relación es puesta en escena de nuevo en el presente, poco sabe el sujeto que bebe de un patrón repetitivo inconsciente, de una cicatriz simbólica. De hecho, la mayoría de las veces el paciente creerá que se trata de algo nuevo, justificado por las circunstancias, e incluso podrá llegar a acusar al analista de haber sido el culpable de levantar esos sentimientos. En definitiva, el analizado intentará explicarla en su carácter imaginario; ahí es donde el terapeuta debe invitar al paciente a reconocer el carácter simbólico de eso que cree puntual y coherente, en una tentativa que, de seguro, levantará todo un abanico de resistencias y resquemores.
El propio Lacan, en el Seminario I “Los escritos técnicos de Freud”, definió la transferencia como un fenómeno imaginario que sería el “pivote” en la cura. A su modo de ver, se hacía necesario girar el timón (por las tormentosas aguas de la resistencia) para hacer comprender al analizado que está reescenificando algo que le viene del simbólico (una invitación a la abreacción).

22 octubre 2008

Transferencia II. Breve historia

Son conocidos los avatares que experimentó Freud con este esquivo concepto.
Inicialmente, el padre del psicoanálisis se acogió a la teorización de la transferencia para explicar el fracaso terapéutico de Bleuer con Anna O. De esta guisa, la transferencia (en este primer caso: inequívocamente erótica) era una variable a tener en cuenta en la medida que siempre iba acompañada de resistencias al tratamiento. Podeís acceder a este episodio histórico descargándoos la película Freud, pasión oculta.
Pese a estar sobre aviso, el siguiente encontronazo de Freud con la transferencia tampoco fue especialmente afortunado, y esta vez fue el propio autor quien (avatares contratransferenciales mediante) puso en bandeja a nuestra voluble Dora el abandono de la terapia. En esta célebre ocasión, Freud cayó en el error de bajar la guardia en lo referente al principio de abstinencia, dejándose ubicar por la paciente (y ayudándole en su empeño atribucional) en la arriesgada posición de Sr. K.
Posición de muerto, de desecho terapéutico.
De esta guisa, no debe extrañarnos que el concepto de transferencia freudiano siempre haya tenido una extraña pátina de incomodidad, de variable extraña, de síntoma esquivo y contrario a la resolución terapéutica. El propio Freud -de manera sucinta- va incorporando el control de la transferencia al conjunto de herramientas terapéuticas, pese a que tendremos que esperar al enfoque lacaniano para conceder el indulto a ésta “gran enemiga” del análisis. En palabras de Freud: «¿Qué son las transferencias? Son reimpresiones, reproducciones de las mociones y de los fantasmas, que deben ser develados y hechos conscientes a medida que progresa el análisis». En una última concesión, el autor reconoce que no se puede obviar semejante proyección de los afectos y que, por otra parte, "sólo pueden convertirse en aliados de la cura a condición de ser explicadas y «destruidas» una por una".

20 octubre 2008

Transferencia I. Introducción

En los próximos días (quizá semanas, pues el tema da para ello), me propongo abordar el concepto princeps de transferencia. A nadie se le escapa que es uno de los temas más manidos (y a menudo críptico, en manos lacanianas) de esto que venímos en llamar psicoanálisis. De seguro que no venímos a aportar nada nuevo pero -quién sabe- quizá estos textos coincidan con el momento de elaborar de alguno de ustedes.
Vamos allá:



Transferir:
Pasar de un lugar a otro.

A modo de introducción, deberíamos aclarar que la transferencia consiste en un fenómeno de repetición inconsciente, metonímico. Como individuos neuróticos, toda una cohorte de fantasmas implícitos mediatiza nuestra relación con los demás, fantasmas anidados en toda una red transferencial de expectativas, atribuciones, esquemas de comportamiento… Nada más conocer a otro, y guiados por un mecanismo mucho más inconsciente de lo que nos gustaría reconocer, toda una serie de resortes nos ubican del lado de la simpatía o de la antipatía, del distanciamiento o del feeling. Ajenos a los mecanismos que gobiernan nuestra conducta prosocial, el imaginario se nos dibuja como el campo en el que se pasean, cortejan y enemistan transferencias y contratransferencias, en un eterno cortejo de equívocos y asunciones.
Y es que la transferencia no deja de ser una de las más claras evidencias de estar doblegados a la tiranía de un reflejo. Hijos del estadio del espejo y atrapados por su especularidad, la asunción de nuestra propia imagen, la peregrina construcción de nuestro autoconcepto, se ha venido realizando a través de la respuesta que obteníamos de otros lambdas a la deriva. Reza la máxima teórica que no existe transferencia sin resistencia; a esto deberíamos añadir que –en ausencia de lazos transferenciales- tampoco podríamos hablar de comunicación, a lo sumo de molino de palabras o de diálogos de ascensor.
Para aquellos que se sientan más cómodos con la terminología psicológica, el concepto de rapport sería en cierto modo semejante al de transferencia, si bien éste se circunscribe al aspecto más consciente y volitivo de la comunicación terapeuta-paciente, con lo que la equivalencia no es todo lo válida que nos gustaría.

17 octubre 2008

Mecanismos de defensa: Aislamiento

“Mecanismo de defensa, típico sobre todo de la neurosis obsesiva, y que consiste en aislar un pensamiento o un comportamiento de tal forma que se rompan sus conexiones con otros pensamientos o con el resto de la existencia del sujeto. Entre los procedimientos de aislamiento podemos citar las pausas en el curso del pensamiento, fórmulas, rituales y, de un modo general, todas las medidas que permiten establecer un hiato en la sucesión temporal de pensamientos o de actos.”

El aislamiento, junto con la inhibición y la anulación reactiva, son los tres mecanismos defensivos por excelencia de la neurosis obsesiva. Por definición estructural, el obsesivo muestra dificultades en manejarse correctamente con los afectos, de manera inversamente proporcional a la sorprendente frialdad con la que gestiona las representaciones (huellas mnémicas). En especial en el universo obsesivo, a menudo una representación, un significante, una circunstancia o el curso de un pensamiento sirve de evento -o detonante- para invocar un afecto indeseado. Sobre todo en los trastornos compulsivos, el paciente se ve incapaz de huir de sí mismo, y dichas representaciones intrusas no cesan de perseguirle y atormentarle.
De forma adaptativa, muchos obsesivos han desarrollado la facilidad de congelar el curso de sus pensamientos, impidiendo que el significante detonante se adhiera incómodamente a la representación intolerable mediante un mecanismo de fuga, casi de reseteo mental. Ejecutando un proceso de contracatexis mental -que como sucede con la inhibición consume recursos pese a no advertirse en el exterior-, el paciente establece una barrera en el curso de sus asociaciones. De hecho, se considera al aislamiento como una defensa secundaria en las antípodas de la asociación libre.
Hay diferentes maneras de percibir la puesta en marcha de este fenómeno, desde la caída en ensoñaciones y pausas del discurso (esto se puede evidenciar incluso en el sittin’ analítico evidenciando el comienzo del proceso represivo), hasta la intromisión de una tarea secundaria (contar números, repetir diversas letanías o fórmulas) que cortocircuita el cauce normal de pensamiento. Podemos observar que, a menudo, la repentina aparición de un ritual (sin causa aparente), puede esconder dicha función aislacionista y protectora.
De hecho, Freud ya constató la similitud entre este mecanismo y la fenomenología mágica de los pueblos primitivos. En “Tótem y tabú” se barajaban diversas fobias al contacto, y ya vimos en su momento cómo el obsesivo protegía a su entorno de sus fantasmas sádicos y destructivos de manera semejante.
El aislamiento se convierte así en un exorcismo temporal, en un contraconjuro que separa y escinde la representación intolerable del significante que la convoca.

Adjunto la transcripción del presente artículo: "Aislamiento.pdf"
En azul, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis Laplanche-Pontalis

15 octubre 2008

Afánisis o la muerte del deseo

No vamos a negar que abordamos un concepto oscuro, a menudo malentendido.
Postulando la afánisis, Ernest Jones intentó definir un más allá del concepto freudiano de castración: el de la propia muerte del deseo. Mucho se le ha criticado a este autor lo equívoco de este planteamiento, ya que sin deseo el individuo se deslizaría de la cadena significante, se colocaría en un más acá de la demanda y de la necesidad del lenguaje. Sin deseo la libido perdería su potencial pulsional, su carácter de vector, y el sujeto quedaría incapacitado para su ejercicio tanto en el imaginario como en el simbólico. El individuo sin deseo dejaría de serlo; dejaría de ser deseante (y serhablante, que diría Lacan) ubicándose al otro lado de la alienación.
Por lo tanto, hablar de un individuo afánico sería tan arriesgado como nomenclar a alguien real puro, aislado del lenguaje y de la necesidad, aislado de la cadena del goce y de su cumplimiento. En estos términos, más allá de severísimos autismos, psicosis oligofrénicas terminales o depresiones mayores, coincidimos con los críticos que no se debería hablar de afánisis.
Mas no creemos que Jones pensara en la aplicación de su concepto sino en su articulación como fantasma. Aquí se halla el quid de la cuestión: la afánisis es un agujero en el imaginario y, como tal, es impracticable para el neurótico, lo que no quita que pueda ser temida. De hecho, para Jones (e incluso para Lacan) la afánisis sería un temor inconsciente más atávico y arraigado que la propia angustia de castración.
De hecho, Jones reserva a la mujer -aunque no exclusivamente- un temor específico ligado a la afánisis (correlato del miedo a la castración masculino): el de la pérdida o separación del objeto amado. Más allá de la pérdida de la pareja o del anaclitismo, de la muerte por amor, imagínense la pérdida que puede suponer a una madre la de su hijo o hija. Se trataría de una pérdida desestructurante, simbólica, que afectaría no sólo al objeto sino a la propia capacidad deseante de quien lo pierde, a su propia función. Esos relatos de mujeres que cayeron en una mudez tras la muerte de su marido o hijos en el frente, por citar un ejemplo, podrían ubicarse a medio camino entre la melancolía y la afánisis, pero siempre en registros neuróticos.
La afánisis se esboza, pues, como un temor fantasmático y neurótico que se parapeta en el campo simbólico. La afánisis bebe del miedo al pasaje al acto psicótico, del temor a la despersonalización, del pánico a no poder identificarse a un significante estructurante. La afánisis se esconde detrás del pavor a que se desdibuje lo imaginario y el sujeto, desligado del principio de realidad, caiga de la red que conforma el cuarto nudo.
Para Lacan, de hecho, la afánisis es una caída temporal, un jugueteo travieso y neurótico en el que el sujeto goza con la posibilidad de dejar de gozar. Hay afánisis en la angustia del fóbico y en la demanda de la histérica de "terminar" su trayectoria y por fín "descansar"; hay afánisis en la psicastenia, la anancastia y la inhibición del obsesivo. Pequeñas caídas en pequeños vacios. Tentativas psicóticas de opereta.
De hecho, planteándose su propio posicionamiento imaginario, yendo más allá y poniendo en duda la articulación simbólica que le define (mecanismos que suele y debe facilitar la entrada en terapia del paciente), el individuo corre el riesgo de caer en estos pequeños vacios temporales a lo largo de su terapia, socavones típicamente obsesivos. El psicoanálisis, de manera controlada, invita al sujeto a poner en duda su posicionamiento, su etiquetaje fálico o castrado. Parapetado detrás de pequeñas muertes, de pautadas despedidas, el temor a la afánisis se esconde en diversos puntos del trayecto analítico; momentos en los que el paciente teme que algo está tocando, algo profundo y angustiante, huérfano de significante, que puede desestructurarle y alejarle por completo del imaginario, del juego del deseo.
Pero como ya hemos comentado la afánisis no deja de ser un fantasma, un temor atávico que, afortunadamente, ha sido desterrado del mundo neurótico por diversos cortafuegos como son el advenimiento del Nombre del Padre o el antes citado Cuarto Nudo.

Como viene siendo costumbre, adjunto la transcripción del artículo: "Afánisis.pdf"

13 octubre 2008

Superyó (IV). La génesis

Según autores de diferentes escuelas psicoanalíticas, el superyó podría tener como antecedentes al Yo ideal y al Ideal del Yo. El Yo ideal (Ideal-Ich) representaría la esencia más primitiva e inconsciente de nuestra instancia moral, un resto infantil anterior incluso al estadio del espejo y al reconocimiento del semejante. En estas profundidades abisales de nuestra conciencia, el Yo ideal se muestra como una reliquia olvidada, apenas moral pero impregnada, por contra, de certeza y omnipotencia, de complitud en su exilio, allá en los silenciosos territorios del Ello.
Todo él narcisismo primario, en clínica serán muy escasos los vestigios que emerjan de este antepasado; a lo sumo, hay teóricos que postulan que podemos adivinar su influencia detrás de algunos fantasmas de complitud, de nostálgica vuelta a una posición totipotente en la que el sujeto fantasea que ya nada le afectaría, que ya nada necesitaría de los otros. Según Nunberg: “…el yo ideal [es] una formación genéticamente anterior al superyó: «El yo todavía no organizado, que se siente unido al ello, corresponde a una condición ideal [...]». En el curso de su desarrollo, el sujeto dejará tras de sí este ideal narcisista y aspirará a retornar al mismo, lo que ocurre, sobre todo, aunque no exclusivamente, en las psicosis.”
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10 octubre 2008

Superyó (III). El descubrimiento del Über-Ich

El concepto Über-Ich (literalmente: sobre el Yo o por encima del Yo) fue acuñado por vez primera en 1923, con la publicación de “El yo y el ello” y dentro de la nueva estructura teórica de la segunda tópica freudiana. Quizá la traducción castellana (heredera a su vez de la inglesa) sea desafortunada en cuanto a la utilización de prefijo “súper-”, ya que parece dotar a esta instancia moral de cierto matiz de superioridad con respecto al resto de instancias, casi a modo de juicio de valor que puede ir en detrimento de la objetividad deseada. Por añadidura, esta traducción aproxima el concepto a nociones filosóficas (el superhombre nietzscheano, por ejemplo) con las que no comparte base teórica alguna.
Freud se ve en la necesidad de contemplar esta última variable (de triangular las instancias intrapsíquicas), a la luz de nuevos descubrimientos clínicos, como el sentimiento de culpabilidad inconsciente (en algunos sujetos obsesivos), u otras fenomenologías más severas (duelos patológicos o graves procesos de melancolía).
A partir de su asentamiento teórico, no obstante, quizá se haya abusado del carácter censor y represor del superyó. Pese a la aparente relación de esta instancia con cualquier etiogénesis de neurosis de fracaso, observamos que a menudo es el Yo inconsciente el que afianza al paciente a la patología y al déficit, con independencia del juicio superyóico. Por ende, debemos ser cautos y afinar la puntería para diferenciar aquellos casos en los que el sujeto alberga un Yo inconsciente masoquista (la mayoría), de aquellos en los que el Yo normativo sufre la tiranía de un superyó especialmente sádico (una anecdótica minoría obsesiva). Realizada esta salvedad, debemos comprender que el sentimiento de culpa es un fenómeno prototípicamente consciente, y en multitud de ocasiones se inculpa al superyó de la tramposa patología del Yo inconsciente.
Incluso en el terreno de lo onírico, en el análisis de los sueños, y pese a que el propio Freud atribuyó el proceso de censura de los contenidos a una suerte de superyó preconsciente, a menudo tendremos que lidiar con la hipótesis de que dicha distorsión pudiera ser llevada a cabo por la vertiente inconsciente del Yo, a menudo involucrado en el uso y abuso de distintas técnicas de desinformación.

08 octubre 2008

Superyó (II). Tercero en discordia

Sin ánimo de vapulear a la filosofía humanista, Rousseau deberá perdonarnos al defender la tesis de que el ser humano no es bueno por naturaleza. Más allá de la maldad pero muy cercano a la omnipotencia y al egoísmo, debemos llegar al acuerdo de que el niño es obligado a jugar las cartas de la ley, es compelido a acatar la existencia de los otros e invitado a respetar y hacerse respetar por lo social. De este modo, el superyó no es una instancia innata en el ser humano; de hecho, el camino hacia su plena adquisición no deja de ser arduo y tortuoso para padres y educadores.
Perseguido por una ley que le circunscribe y le va esculpiendo, con el paso de los años observamos sorprendidos cómo el infante va introyectando progresivamente las leyes externas y las va haciendo propias. Hacia el inicio de la pubertad (en una mayoría de los casos) los futuros adultos ya pueden ser liberados a lo social aflojando la vigilancia externa. Supuestamente, el joven ya ha debido gestar un propio policía interior, un censor auto-gestionado que se irá atildando y poniendo a prueba a lo largo de la adolescencia.
A diferencia de las otras instancias (el ello y el yo), el superyó es un préstamo de lo social; preexiste al individuo y le sobrevivirá en la cultura. El superyó subyace y se renueva generación tras generación; experimenta cambios paradigmáticos, se amolda a diferentes zeitgeist… sobrevive gracias y a pesar de los Yoes que conforman la sociedad que le acoge y a la que delimita. En un palíndromo simbiótico, los individuos provocan cambios en la cultura que les convierte en individuos.
Hijos de nuestra época (y cautivos de sus modelos y esquemas simbólicos), nuestro superyó adulto fue en la infancia una burda copia del superyó atribuido a nuestros padres, que a su vez lo interpretaron de nuestros abuelos.

"En el curso del desarrollo, el superyó deviene impersonal y se aleja de los padres originales. La angustia ante la autoridad exterior se ha mudado en angustia ante el superyó.”
"«El establecimiento del superyó puede considerarse como un caso de identificación, lograda con éxito, con la instancia parental», escribe Freud en la Continuación de las lecciones de introducción al psicoanálisis (Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, 1932). La expresión «instancia parental» indica por sí sola que la identificación constitutiva del superyó no debe interpretarse como una identificación con personas. En un pasaje singularmente explícito, Freud precisa esta idea: «El superyó del niño no se forma a imagen de los padres, sino más bien a imagen del superyó de éstos; se llena del mismo contenido, se convierte en el representante de la tradición, de todos los juicios de valor, que de este modo persisten a través de las generaciones».”
Alterado en su expresión pero no en su esencia, muy a menudo nos aferramos a lo reactivo creando alternativas morales enfrentadas a la generación anterior: “…varios autores han subrayado, después de Freud, que el superyó distaba mucho de las prohibiciones y preceptos realmente pronunciados por los padres y los educadores, hasta el punto de que la «severidad» del superyó puede ser inversa a la de ellos.”
Pese a todo, estas correcciones personales no dejan de ser posicionamientos conscientes que, como rasgo superficial de carácter, nos afianzan en el engaño de nuestra genuina personalidad; por debajo del disfraz imaginario, por debajo de nuestras creencias o nuestra intención de voto, subyace un superyó inconsciente siempre conservador, celoso baluarte de los principios más universales e inamovibles. Con independencia de lo tolerantes o transgresores que nos exhibamos en la superficie, por debajo de ella unas decálogos inamovibles rigen todo nuestro aparataje simbólico.

En azul, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis Laplanche-Pontalis
En naranja, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis de Roland Chemama

06 octubre 2008

Superyó (I). Segunda tópica. Tres inquilinos

Tal y como comentamos tras abordar la psicosis, retornamos a cauces neuróticos con una serie de entradas (cuatro en total) destinadas a arrojar un poco de luz sobre el clásico concepto de Superyó:


El superyo I. Segunda tópica: tres inquilinos

En pasadas entradas hemos ido desglosando las instancias del Ello y el Yo en virtud de su articulación con la segunda tópica freudiana. Analizamos el carácter instintivo, omnipotente, atemporal y anobjetal del Ello, cristalizado en el inconsciente y reprimido en una niñez eterna, en un más allá del estadio del espejo y de la relación con terceros. Esta instancia primitiva, sede de la necesidad, cumplía una doble función: la de motor pulsional del aparato intrapsíquico y, después del advenimiento de una primera frustración, almacén de los significantes (o representaciones) reprimidos por el preconsciente simbólico.
A partir de la citada primera frustración (Nombre del Padre mediante), el niño es expulsado del acomodaticio narcisismo primario, hallándose exiliado a un universo imaginario que se ve obligado a compartir con otros. Inaugurando el Yo en dicho proceso, el infante ve sometidas sus necesidades y deseos a un creciente número de leyes externas. La libido libre del Ello (embajadora de un país anárquico y sin leyes), debe atravesar una aduana en la que se le exige atenerse a las primeras normativas simbólicas.
Cortocircuitada por la burocracia que le impone el entorno, dicha libido ve cómo se coarta su rápida expresión, y las necesidades infantiles son crecientemente demoradas, anuladas o sujetas a la presión del tiempo y el objeto. El antiguo principio del placer (que fue tolerado los primeros meses de vida) debe reconvertirse con arreglo a la normativa del principio de realidad, y con el cambio de ejecutivo el niño crea (es obligado a hacerlo) un Yo que le dota de inteligencia, que le enseña a moverse entre las leyes y, en el plazo más corto posible, le insta a regatearlas.
De esta guisa, en los primeros años de vida observamos cómo el niño ve sometidos sus impulsos instintivos en base a todo un corolario de reglas y normas sociales. También presenciamos cómo una nueva instancia (el Yo, inmaduro y egocéntrico) trata de lograr la satisfacción de sus impulsos por vías alternativas. Mientras, la creciente inteligencia convierte al infante en una suerte de psicópata perverso: conocedor de sus deseos y cada vez más avispado a la hora de sortear las leyes que le frustran.
Estaremos de acuerdo que con susodichas instancias (un Ello de serie y un Yo forjado adaptativamente para satisfacerle por vías secundarias), el ser humano aún distaría mucho de parecerlo. El niño aprendería a obedecer las leyes ante la presión externa y, a regañadientes, se sometería a las mismas mientras (en silencio) tramaría modos de sortear a sus carceleros. Repetimos, con la amenaza en ciernes de la psicopatía, una tercera instancia debe advenir para dotar al individuo de un mínimo deseable de moralidad y autocensura.
En la siguiente entrada efectuaré las debidas presentaciones.

Para más información sobre el funcionamiento de la segunda tópica, aconsejo consultar ésta entrada posterior del blog.

05 octubre 2008

Renovarse...

A partir de hoy he decidido introducir una serie de cambios en la política de entradas: en lugar de adjuntar el archivo de texto para descargarlo separadamente, éste será transcrito íntegro en el propio contenido del post. ¿A qué se debe esta decisión?

  1. De esta forma, usuarios que no estén familiarizados con el proceso de descarga, o con programas como el Acrobat, podrán acceder directamente a la lectura de los contenidos.
  2. Se facilita crear vínculos cruzados entre los conceptos de una entrada con los de cualquier otra, facilitando la navegación y una mejor aproximación a lo global de la teoría analítica. A su vez, el blog ganará mucho dinamismo interno.
  3. A nivel técnico, no dependeremos de otros servidores donde alojar los archivos pdf. ganando en seguridad y en velocidad de carga de la página.
  4. Todo el material queda reflejado directamente en el blog, por lo que las búsquedas desde Google (por citar un ejemplo) redirigirán a más usuarios a los contenidos de esta página.
  5. Se habilita total acceso al "corta/pega" de fragmentos de la información (pese a que se os ruega citar la fuente o la autoría).
En cualquier caso, se trata de una tentativa, de un cambio que -dependiendo de su aceptación y de vuestros comentarios- será establecido o no como definitivo. La medida tampoco implica que periódicamente no se adjunten archivos para su descarga. Agradecería vuestra opinión.
Un saludo.

04 octubre 2008

Practicum

Un año más, con la vuelta del curso universitario, el Departamento de Personalidad de la Universitat de València nos ha remitido a los alumnos del practicum de psicología. Este semestre contaremos en la clínica con:

Jorge Hernández Gracia
María López de Vargas-Machuca
Neus Martínez de Vidales Ortiz

Antes que nada darles la bienvenida desde el blog, de parte de Valentín y mía. Con independencia de la elaboración de la memoria de prácticas y la asistencia a los seminarios, desde estas páginas ya se les informa que deberán elaborar un trabajo de campo que, en fechas que ya se detallarán, será publicado en nuestros blogs.
Las tutorías se celebrarán los miércoles de 16:30-20:00, siendo asimismo obligatoria la asistencia a seminarios (sábados de 16:00-20:00h) y a las primeras entrevistas que se vayan concertando.
En cualquier caso, y de nuevo, bienvenid@s.

03 octubre 2008

Psicosis V. Pasaje al acto

Para terminar con la tímida visita que hemos realizado al extraño universo psicótico, el artículo de hoy nos evidencia una consecuencia más de la imposibilidad metafórica, un otro ejemplo de cómo lo real puede filtrarse entre las grietas de un simbólico desestructurado.
Allí dónde un neurótico dibuja con un acting una nueva repetición, donde su goce reposta el carburante que le asegura seguir afianzado al déficit y al recorte, el individuo psicótico realiza un salto sin red, una cabriola autodestructiva para la que el público se hace innecesario.
El pasaje al acto es un reencuentro con lo real puro. Aparentemente masoquista pero en esencia inequívocamente sádico.
Aprovecho para informarles que -después del recorrido por la frontera psicótica, y para alivio de muchos lectores- retomaremos el rumbo de nuestra cercanísima neurosis. De hecho, a partir de la próxima entrada vamos a analizar el concepto de superyo en todas sus ramificaciones.
Hasta entonces, un saludo. Les dejo con un último salto al vacío:

01 octubre 2008

Psicosis IV. Análisis directo

En el pasado post analizábamos la maternalización como un enfoque terapéutico indicado para el tratamiento de la esquizofrenia.
Dentro del psicoanálisis, la escuela que más ha profundizado en el campo de la clínica psicótica ha sido la abanderada por J. N. Rosen, creador de un personalísimo modo de hacer terapia denominado análisis directo.
Como ya vímos en la anterior entrada, el individuo psicótico (en especial el esquizofrénico) adolece de un simbólico apenas estructurado, por lo que se desaconsejaba la interpretación de las resistencias, el uso generalizado de la abreacción, e incluso la herramienta de la asociación libre.
En la década de los 50 la escuela de Rosen, por añadidura, desconfiaba de la visión previa freudiana (nomotética) y apostaba por un enfoque mayormente idiográfico.
En esencia y bajo este prisma, el terapeuta debería ganarse un lugar en el delirio de su paciente, una atalaya privilegiada sobre la que, con el tiempo, comenzar a pulsar el índice de realidad allí dónde éste brilla por su ausencia. En otras palabras, el analista tiene que lograr convertirse en garante del universo alucinatorio de su analizado para, una vez haberse hecho un hueco en lo extraño de sus producciones, comenzar a cumplir una labor ortopédica y estructurante; casi a modo de Yo protésico.