A no ser que nos sintamos cómodos estafando con nuestra minuta, lo que diferencia al profesional de la escucha de cualquier otro individuo, aquello que discrimina al sittin’ analítico del consejo de un buen amigo (más allá de los conocimientos psicológicos), es entre otras variables la garantía de una objetividad lo más atemperada posible.
Desde el psicoanálisis, el propio análisis didáctico de aquel que ahora cobra debería actuar a modo de normativa ISO, de guardabarrera. Esto no significa que el analista no albergue transferencias hacia su paciente (estaría tan muerto como el Padre al que representa), pero sí debería garantizar que, al menos, el profesional mantiene sus contratransferencias en continuo estado de sitio, sometidas a constante sospecha y cuarentena.
El propio paciente se nos presentará del modo que cree ser, y sin saberlo nos ubicará en posiciones que no nos pertenecen; constantes préstamos de un pasado que nada tiene que ver con nosotros. Es problema del terapeuta acceder o no a las necesidades atributivas del paciente y dejarse colocar en una posición articulante -cobrar forma en el escenario fantasmático del sujeto-, o impedir mediante un continuo regateo ser ubicado en la compleja dialéctica del deseo del paciente, parapetándose detrás del principio de abstinencia. Habrá que valorar si la proyección transferencial del analizado nos ubicará en una posición funcional, destructora de repeticiones, o si por el contrario nos estamos convirtiendo en un eslabón más de una cadena infinita.
En cualquier caso se hace evidente que, en un proceso ya de por sí complicado, si el analista no posee control sobre sus propios fantasmas, sobre sus propios sistemas de etiquetaje y expectativa, nada quedará de la imprescindible objetividad. En palabras del diccionario Chemama:
Pese a todo, y como suele ocurrir a menudo, aquello que en la teoría parece inamovible, en la práctica puede ser difícilmente sostenible. Y es que las últimas corrientes cognitivas (con el postmodernismo a la cabeza) dudan de que la contratransferencia pueda ser reducida a cero. Según estos marcos teóricos, la transferencia es cocreada en el simbólico del sittin; el paciente pone la emergencia metonímica de sus afectos mientras que el analista los modula y a menudo reinterpreta.
El propio paciente se nos presentará del modo que cree ser, y sin saberlo nos ubicará en posiciones que no nos pertenecen; constantes préstamos de un pasado que nada tiene que ver con nosotros. Es problema del terapeuta acceder o no a las necesidades atributivas del paciente y dejarse colocar en una posición articulante -cobrar forma en el escenario fantasmático del sujeto-, o impedir mediante un continuo regateo ser ubicado en la compleja dialéctica del deseo del paciente, parapetándose detrás del principio de abstinencia. Habrá que valorar si la proyección transferencial del analizado nos ubicará en una posición funcional, destructora de repeticiones, o si por el contrario nos estamos convirtiendo en un eslabón más de una cadena infinita.
En cualquier caso se hace evidente que, en un proceso ya de por sí complicado, si el analista no posee control sobre sus propios fantasmas, sobre sus propios sistemas de etiquetaje y expectativa, nada quedará de la imprescindible objetividad. En palabras del diccionario Chemama:
“Fuera del marco del análisis, el fenómeno de la transferencia es constante, omnipresente en todas las relaciones, sean estas profesionales, jerárquicas, amorosas, etc. En ese caso, la diferencia con lo que pasa en el marco de un análisis consiste en que los participantes son presa cada uno por su lado de su propia transferencia, de lo que la mayor parte de las veces no tienen conciencia. De este modo, no se instituye el lugar de un intérprete tal como lo encarna el analista en el marco de la cura analítica. A través de su análisis personal, en efecto, el analista se supone que está en condiciones de conocer lo que teje sus relaciones personales con los otros, de modo de no venir a interferir en lo que sucede del lado del analizante. Esta es además una condición sine qua non para que el analista esté disponible y a la escucha del inconsciente.”
Pese a todo, y como suele ocurrir a menudo, aquello que en la teoría parece inamovible, en la práctica puede ser difícilmente sostenible. Y es que las últimas corrientes cognitivas (con el postmodernismo a la cabeza) dudan de que la contratransferencia pueda ser reducida a cero. Según estos marcos teóricos, la transferencia es cocreada en el simbólico del sittin; el paciente pone la emergencia metonímica de sus afectos mientras que el analista los modula y a menudo reinterpreta.
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