La transferencia es un fenómeno que revisita esquemas anteriormente jugados en otros escenarios. El propio Lacan diría que el mismo amor (amor de transferencia, al fin y al cabo) nunca iba más allá de los primos-hermanos.
Freud, por su parte, reconoció la existencia de imagos inconscientes casi arquetípicas, entre las que destacaban la del padre y la madre. Esto condujo a situar la transferencia como una heredera de antiguos mecanismos infantiles (edípicos, fundamentalmente), posicionamientos y esquemas olvidados que –desde las sombras- continúan mediatizando el comportamiento actual del individuo. Freud definió la transferencia como un desplazamiento metonímico de los afectos, en los que éstos se actualizan de una representación primitiva a otra actual. El autor denominó a este deslizamiento “falsa conexión”.
Freud, por su parte, reconoció la existencia de imagos inconscientes casi arquetípicas, entre las que destacaban la del padre y la madre. Esto condujo a situar la transferencia como una heredera de antiguos mecanismos infantiles (edípicos, fundamentalmente), posicionamientos y esquemas olvidados que –desde las sombras- continúan mediatizando el comportamiento actual del individuo. Freud definió la transferencia como un desplazamiento metonímico de los afectos, en los que éstos se actualizan de una representación primitiva a otra actual. El autor denominó a este deslizamiento “falsa conexión”.
En lo referente al sittin’, a lo simbólico del espacio analítico, la transferencia se ubica del lado del agieren, del actuar, del acting out (inside). Se exhibe proactiva y cargada de libido erótica (en tanto en cuanto se deposita en pulsiones que buscan ser depositadas en el exterior). El problema viene cuando, del lado de la actuación, se posiciona en las antípodas de la abreacción, del recuerdo introspectivo, del “darse cuenta” (insight) humanista. Si Lacan nos tranquilizaba con su sentencia de que “la palabra es el asesinato de la cosa”, la vertiente del acting nos amenaza con su reverso: “la cosa es el asesinato de la palabra”.
No es de extrañar que Freud intentara crear un cortafuego para salvaguardar la objetividad del analista; de hecho, la regla de abstinencia y el principio de neutralidad no son más que tentativas para aislar al terapeuta del juego de máscaras que le atribuye el paciente. Sólo desde la posición de esfinge se puede sortear la demanda intransitiva del analizado, mas, incluso desde la cómoda incomodidad de esas murallas de silencios, el paciente proyecta su necesidad de ubicarnos en una posición siempre demasiado simbólica, regalándonos la atribución de un saber (a nivel consciente) y a menudo aguardando al crepúsculo de los dioses (a nivel inconsciente).
Continuando con las resistencias encubiertas, Freud también advirtió que la transferencia acostumbra a aparecer como preámbulo de algún nudo conflictivo, a modo de disparador o alarma que retarda (o incluso imposibilita) el acceso a material inconsciente altamente explicativo. Y aquí es dónde asistimos a una de las paradojas de la transferencia: al mismo tiempo que se nos presenta como una muralla defensiva, edificada de afectos resucitados, nos permite ver al paciente despojado de sus vestiduras imaginarias, en la esencia de su verdadera problemática. En palabras de Freud: «La transferencia, tanto en su forma positiva como negativa, se pone al servicio de la resistencia; pero, en manos del médico, se convierte en el más potente de los instrumentos terapéuticos y desempeña un papel difícil de sobrevalorar en la dinámica del proceso de curación».
Y en otro pasaje:
[La transferencia] «Es el terreno en el que debe obtenerse la victoria [...]. Es innegable que la tarea de domar los fenómenos de transferencia plantea al psicoanalista las máximas dificultades; pero no debe olvidarse que tales fenómenos son precisamente los que nos proporcionan el inestimable servicio de actualizar y manifestar las mociones amorosas, ocultas y olvidadas; ya que, a fin de cuentas, no es posible dar muerte a algo in absentia o in effigie».
Y aquí debemos rendirnos a la evidencia: las transferencias son fantasmas erráticos que buscan un ansiado descanso. Son frases nunca dichas, reproches nunca mencionados, halagos nunca ofrecidos… Para exorcizar su eterno periplo, dichas cargas afectivas se escenifican ad eternam hasta encontrar la extinción a través de alguien que se preste a ofrecer una réplica.
Pero no siempre juegan tan limpiamente. A menudo la repetición de esquemas pasados no busca la disolución del conflicto si no, de la mano del beneficio secundario, su afianzamiento y confirmación. Es por esto que la regla de abstinencia convierte al analista en un espejo pivotante: La mayor parte de las veces el terapeuta reflejará impertérrito la demanda del paciente, reacio a dejarse ubicar en posición de muerto, y en otras ocasiones (las menos) permitirá ser atravesado por las necesidades transferenciales del analizado, ofreciéndole un campo de juego donde reescenificar –en forma de diálogo- monólogos nunca estrenados.
Inicialmente (en orígenes normalmente infantiles), la transferencia bebió de una relación real en el imaginario, una relación que quedó de un modo u otro coartada, incluso reprimida, condenada a la repetición como esquema comunicacional inconsciente, como fantasma. De esta forma esa relación (antiguamente consciente e imaginaria) fue cimentándose en el inconsciente, tornándose simbólica.
Cuando la transferencia de dicha relación es puesta en escena de nuevo en el presente, poco sabe el sujeto que bebe de un patrón repetitivo inconsciente, de una cicatriz simbólica. De hecho, la mayoría de las veces el paciente creerá que se trata de algo nuevo, justificado por las circunstancias, e incluso podrá llegar a acusar al analista de haber sido el culpable de levantar esos sentimientos. En definitiva, el analizado intentará explicarla en su carácter imaginario; ahí es donde el terapeuta debe invitar al paciente a reconocer el carácter simbólico de eso que cree puntual y coherente, en una tentativa que, de seguro, levantará todo un abanico de resistencias y resquemores.
El propio Lacan, en el Seminario I “Los escritos técnicos de Freud”, definió la transferencia como un fenómeno imaginario que sería el “pivote” en la cura. A su modo de ver, se hacía necesario girar el timón (por las tormentosas aguas de la resistencia) para hacer comprender al analizado que está reescenificando algo que le viene del simbólico (una invitación a la abreacción).
No es de extrañar que Freud intentara crear un cortafuego para salvaguardar la objetividad del analista; de hecho, la regla de abstinencia y el principio de neutralidad no son más que tentativas para aislar al terapeuta del juego de máscaras que le atribuye el paciente. Sólo desde la posición de esfinge se puede sortear la demanda intransitiva del analizado, mas, incluso desde la cómoda incomodidad de esas murallas de silencios, el paciente proyecta su necesidad de ubicarnos en una posición siempre demasiado simbólica, regalándonos la atribución de un saber (a nivel consciente) y a menudo aguardando al crepúsculo de los dioses (a nivel inconsciente).
Continuando con las resistencias encubiertas, Freud también advirtió que la transferencia acostumbra a aparecer como preámbulo de algún nudo conflictivo, a modo de disparador o alarma que retarda (o incluso imposibilita) el acceso a material inconsciente altamente explicativo. Y aquí es dónde asistimos a una de las paradojas de la transferencia: al mismo tiempo que se nos presenta como una muralla defensiva, edificada de afectos resucitados, nos permite ver al paciente despojado de sus vestiduras imaginarias, en la esencia de su verdadera problemática. En palabras de Freud: «La transferencia, tanto en su forma positiva como negativa, se pone al servicio de la resistencia; pero, en manos del médico, se convierte en el más potente de los instrumentos terapéuticos y desempeña un papel difícil de sobrevalorar en la dinámica del proceso de curación».
Y en otro pasaje:
[La transferencia] «Es el terreno en el que debe obtenerse la victoria [...]. Es innegable que la tarea de domar los fenómenos de transferencia plantea al psicoanalista las máximas dificultades; pero no debe olvidarse que tales fenómenos son precisamente los que nos proporcionan el inestimable servicio de actualizar y manifestar las mociones amorosas, ocultas y olvidadas; ya que, a fin de cuentas, no es posible dar muerte a algo in absentia o in effigie».
Y aquí debemos rendirnos a la evidencia: las transferencias son fantasmas erráticos que buscan un ansiado descanso. Son frases nunca dichas, reproches nunca mencionados, halagos nunca ofrecidos… Para exorcizar su eterno periplo, dichas cargas afectivas se escenifican ad eternam hasta encontrar la extinción a través de alguien que se preste a ofrecer una réplica.
Pero no siempre juegan tan limpiamente. A menudo la repetición de esquemas pasados no busca la disolución del conflicto si no, de la mano del beneficio secundario, su afianzamiento y confirmación. Es por esto que la regla de abstinencia convierte al analista en un espejo pivotante: La mayor parte de las veces el terapeuta reflejará impertérrito la demanda del paciente, reacio a dejarse ubicar en posición de muerto, y en otras ocasiones (las menos) permitirá ser atravesado por las necesidades transferenciales del analizado, ofreciéndole un campo de juego donde reescenificar –en forma de diálogo- monólogos nunca estrenados.
Inicialmente (en orígenes normalmente infantiles), la transferencia bebió de una relación real en el imaginario, una relación que quedó de un modo u otro coartada, incluso reprimida, condenada a la repetición como esquema comunicacional inconsciente, como fantasma. De esta forma esa relación (antiguamente consciente e imaginaria) fue cimentándose en el inconsciente, tornándose simbólica.
Cuando la transferencia de dicha relación es puesta en escena de nuevo en el presente, poco sabe el sujeto que bebe de un patrón repetitivo inconsciente, de una cicatriz simbólica. De hecho, la mayoría de las veces el paciente creerá que se trata de algo nuevo, justificado por las circunstancias, e incluso podrá llegar a acusar al analista de haber sido el culpable de levantar esos sentimientos. En definitiva, el analizado intentará explicarla en su carácter imaginario; ahí es donde el terapeuta debe invitar al paciente a reconocer el carácter simbólico de eso que cree puntual y coherente, en una tentativa que, de seguro, levantará todo un abanico de resistencias y resquemores.
El propio Lacan, en el Seminario I “Los escritos técnicos de Freud”, definió la transferencia como un fenómeno imaginario que sería el “pivote” en la cura. A su modo de ver, se hacía necesario girar el timón (por las tormentosas aguas de la resistencia) para hacer comprender al analizado que está reescenificando algo que le viene del simbólico (una invitación a la abreacción).
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