Sin ánimo de vapulear a la filosofía humanista, Rousseau deberá perdonarnos al defender la tesis de que el ser humano no es bueno por naturaleza. Más allá de la maldad pero muy cercano a la omnipotencia y al egoísmo, debemos llegar al acuerdo de que el niño es obligado a jugar las cartas de la ley, es compelido a acatar la existencia de los otros e invitado a respetar y hacerse respetar por lo social. De este modo, el superyó no es una instancia innata en el ser humano; de hecho, el camino hacia su plena adquisición no deja de ser arduo y tortuoso para padres y educadores.
Perseguido por una ley que le circunscribe y le va esculpiendo, con el paso de los años observamos sorprendidos cómo el infante va introyectando progresivamente las leyes externas y las va haciendo propias. Hacia el inicio de la pubertad (en una mayoría de los casos) los futuros adultos ya pueden ser liberados a lo social aflojando la vigilancia externa. Supuestamente, el joven ya ha debido gestar un propio policía interior, un censor auto-gestionado que se irá atildando y poniendo a prueba a lo largo de la adolescencia.
A diferencia de las otras instancias (el ello y el yo), el superyó es un préstamo de lo social; preexiste al individuo y le sobrevivirá en la cultura. El superyó subyace y se renueva generación tras generación; experimenta cambios paradigmáticos, se amolda a diferentes zeitgeist… sobrevive gracias y a pesar de los Yoes que conforman la sociedad que le acoge y a la que delimita. En un palíndromo simbiótico, los individuos provocan cambios en la cultura que les convierte en individuos.
Hijos de nuestra época (y cautivos de sus modelos y esquemas simbólicos), nuestro superyó adulto fue en la infancia una burda copia del superyó atribuido a nuestros padres, que a su vez lo interpretaron de nuestros abuelos.
Pese a todo, estas correcciones personales no dejan de ser posicionamientos conscientes que, como rasgo superficial de carácter, nos afianzan en el engaño de nuestra genuina personalidad; por debajo del disfraz imaginario, por debajo de nuestras creencias o nuestra intención de voto, subyace un superyó inconsciente siempre conservador, celoso baluarte de los principios más universales e inamovibles. Con independencia de lo tolerantes o transgresores que nos exhibamos en la superficie, por debajo de ella unas decálogos inamovibles rigen todo nuestro aparataje simbólico.
A diferencia de las otras instancias (el ello y el yo), el superyó es un préstamo de lo social; preexiste al individuo y le sobrevivirá en la cultura. El superyó subyace y se renueva generación tras generación; experimenta cambios paradigmáticos, se amolda a diferentes zeitgeist… sobrevive gracias y a pesar de los Yoes que conforman la sociedad que le acoge y a la que delimita. En un palíndromo simbiótico, los individuos provocan cambios en la cultura que les convierte en individuos.
Hijos de nuestra época (y cautivos de sus modelos y esquemas simbólicos), nuestro superyó adulto fue en la infancia una burda copia del superyó atribuido a nuestros padres, que a su vez lo interpretaron de nuestros abuelos.
"En el curso del desarrollo, el superyó deviene impersonal y se aleja de los padres originales. La angustia ante la autoridad exterior se ha mudado en angustia ante el superyó.”
"«El establecimiento del superyó puede considerarse como un caso de identificación, lograda con éxito, con la instancia parental», escribe Freud en la Continuación de las lecciones de introducción al psicoanálisis (Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, 1932). La expresión «instancia parental» indica por sí sola que la identificación constitutiva del superyó no debe interpretarse como una identificación con personas. En un pasaje singularmente explícito, Freud precisa esta idea: «El superyó del niño no se forma a imagen de los padres, sino más bien a imagen del superyó de éstos; se llena del mismo contenido, se convierte en el representante de la tradición, de todos los juicios de valor, que de este modo persisten a través de las generaciones».”Alterado en su expresión pero no en su esencia, muy a menudo nos aferramos a lo reactivo creando alternativas morales enfrentadas a la generación anterior: “…varios autores han subrayado, después de Freud, que el superyó distaba mucho de las prohibiciones y preceptos realmente pronunciados por los padres y los educadores, hasta el punto de que la «severidad» del superyó puede ser inversa a la de ellos.”
Pese a todo, estas correcciones personales no dejan de ser posicionamientos conscientes que, como rasgo superficial de carácter, nos afianzan en el engaño de nuestra genuina personalidad; por debajo del disfraz imaginario, por debajo de nuestras creencias o nuestra intención de voto, subyace un superyó inconsciente siempre conservador, celoso baluarte de los principios más universales e inamovibles. Con independencia de lo tolerantes o transgresores que nos exhibamos en la superficie, por debajo de ella unas decálogos inamovibles rigen todo nuestro aparataje simbólico.
En azul, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis Laplanche-Pontalis
En naranja, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis de Roland Chemama
En naranja, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis de Roland Chemama
2 comentarios:
Salgo en auxilio de Rousseau. En el momento en el que Rousseau afirma su teoría del hombre natural tengo la impresión que lo hace teniendo en cuenta que ese estado de naturaleza hipotético satisface las necesidades básicas del individuo (las más cercanas a los instintos). En el momento en el que la organización social se complica y el niño "civilizado" nace y vive más cómodamente pero se posterga y se complica su acceso a la sociedad mediante el ejercicio de la represión, debe generarse en él una pulsión en contra de ese trabajo de madurez. Por ello se puede aceptar el discurso de Rousseau si se entiende que el hombre natural puede satisfacer sus instintos mejor viviendo en estado salvaje que encerrado en una casaca del siglo XVIII. Si se satisfacen los instintos (el ello), la pulsión (que se canaliza a través del yo en sociedad gracias al acceso a lo simbólico) no debe ser tan grande.
Se podría decir que en un hipotético caso de estado natural el salvaje está más compensado, por ello se puede permitir el lujo de aparecer como "bueno por naturaleza". Dicho de otro modo: si caza lobos para sobrevivir en grupo ya no se convierte en lobo para sus semejantes.
Siguiendo ese planteamiento, el ser humano es bueno por naturaleza en tanto en cuanto no se estrene como humano (en el acto social). Somos tan "buenos" por naturaleza como cualquier depredador natural. De hecho, ¿qué mayor bondad, a la manera de Rousseau, que la de exhibida por un autismo terminal, eternamente salvaguardado de un social que no "mancilla" su replección narcisista?
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