17 diciembre 2008

Esquema Lambda (IV): La Rueda del Auxilio

Ouroboros
Retomando la autopista imaginaria de la comunicación (a-a'), el analista puede (y debe) acatar la responsabilidad de accionar (o no) el mecanismo de respuesta (de feedback comunicacional, que dirían otros compañeros).
Como se contempla desde la psicolingüística, una de las leyes (implícitas) de la comunicación radica en la bidireccionalidad del discurso. Se da por tácito en ambos interlocutores el pase de relevo continuo, a modo de confirmación de cada comunicación entrante. Una extraña danza de intenciones en las que la educación nos invita a un cortejo de locución y escucha. Se supone una simetría entre ambas partes, que alternan la producción y la recepción. Pese a ello, y quizá debido a ello, desde el psicoanálisis se puede modular el discurso del paciente desde la escucha; la comunicación no es simétrica en el análisis (no debería serlo), y con miras a recordar las distintas posiciones (y a reforzar el carácter simbólico del otro lado de la mesa), a menudo no se le devuelve el feedback al paciente, coronando con un silencio la entrada de información consciente.
Ese simple mecanismo (no devolver el turno, cortocircuitar la base de las expectativas comunicacionales), de por sí basta para interrumpir lo fluido del continuo consciente, enviando (por ausencia) el balón al campo del paciente. Se frenan de súbito las aspas del molino de palabras, quedando detenida la rueda del auxilio. De esta forma (poco popular en el registro cotidiano) se obliga al emisor a reelaborar su producto, el por qué del rechazo… A rellenar el silencio y, en la mayoría de los casos, a caer en la propia trampa de la proyección.
¿Cómo? Los teóricos de la comunicación ya han postulado que el silencio es tan (o más) comunicativo que la propia fonación. Ante un silencio, el individuo tiende a dotarlo de significación, sobre todo cuando le atribuye un saber al receptor. Una vez iniciado el proceso, el silencio le devuelve el mensaje al emisor, sugiriéndole que en su contenido se encuentra el motivo de la interrupción. Ante la ausencia de respuesta allí donde debería figurar, en el reflejo de lo imaginario, no es de extrañar que el paciente elabore una contestación propia, recién horneada en su propio registro simbólico. Así se inaugura el proceso que podríamos denominar como de proyección guiada.
No debería tratarse de un cliché arbitrario, de un modo de hacer terapia: del mismo modo que el silencio puede ser contundente en el contexto adecuado, su uso indiscriminado siempre es motivo de frustración. La ortodoxia psicoanalítica debería cuidarse de no alimentar el tópico, pues ofrece excusa suficiente para abandonar la terapia, y no precisamente debido a la resistencia del paciente. Un silencio a tiempo habla por sí mismo, una cadena de silencios, por el contrario, hablará a voces de la inexperiencia del terapeuta, parapetado en el espejo.
Hasta el momento hemos comentado lo que acontece al frenar la rueda del auxilio. No obstante, en ocasiones dicha rueda deberá tener el cometido contrario, no dejar de girar para que el paciente no haga una lectura equivocada, o para impedir que se desate un quantum de angustia no funcional. En cualquier caso, el control de la comunicación, paradójicamente, no va a pertenecer al emisor, sino al eterno receptor analítico, ubicado en una posición de arbitraje del flujo comunicacional, en el terreno que Lacan denominaba del tesoro de los significantes. El psicoanalista administrará mediante el feedback la cantidad de consciente por unidad de tiempo, con miras a que el inconsciente no quede amordazado (reprimido y sintomático) por el sempiterno, consciente y tan acomodaticio molino de palabras.

15 diciembre 2008

Esquema Lambda (III): La investidura simbólica

Sujeto Supuesto Saber
En el momento en el que el sujeto decide acudir a terapia, es común que se hayan producido varios intentos (infructuosos) de solventar el problema por otras vías. Al ser humano le gusta creerse poseedor del control de su existencia, y en dicho empeño intenta auto-gestionarse de la forma más independiente posible, llamando a la puerta de la consulta sólo tras agotar sus mecanismos de afrontamiento.
En condiciones ideales, el individuo que se nos presenta a la primera entrevista acostumbra a estar desorientado justo en lo que debería ser un experto: él mismo. Tras haber intentado el cambio individualmente, y tras haber deambulado con su problema de amigo en amigo, de a’ en a’, el sujeto por fin se encuentra desdibujado y necesitado de explicación: todo él hecho demanda. Bajo la imperante exigencia de la necesidad, en muchas ocasiones los profesionales del tratamiento seremos automáticamente promocionados a la posición de Sujeto Supuesto Saber, a la ambigua atribución de ser otro diferente a los otros otros: y en esa esperanza el paciente nos ubica del lado del Otro grande (A), un otro especialísimo (¡por favor, por favor!) que pueda gestionar un conocimiento que a él se le escapa.
Es a partir de aquí (en las distancias cortas) cuando un terapeuta se la juega. Dependiendo de cómo sepa desenvolverse en el registro simbólico, acompañando su postura de los conocimientos y experiencia pertinentes, el profesional asentará lo que se ha venido denominando el sittin’. Dependiendo de su orientación, enfocará el tratamiento por la vía del desahogo de lo consciente (desempeño en el registro imaginario), o alternando posturas entre una escucha (a’) y otra (A). Aquellos que elijan la primera vía pueden decidir el grado de directividad de su terapia, desde un proceso de compañerismo o guía hasta un proceso de aprendizaje guiado por un terapeuta-tutor. Por lo contrario, incluir la posibilidad del inconsciente como hipótesis de trabajo supone alternar ambas posturas, en un ejercicio dual en el que el analista se mueve en ambos terrenos, perfecto espejo en el imaginario y aventajado embajador del registro simbólico.

12 diciembre 2008

Esquema Lambda (II): La posición del analista

Orientando la oreja
Un psicólogo se hace eco del discurso del paciente. Como profesional de la escucha consciente, se colocará en función del otro (a’), y desde ahí recogerá el discurso y elaborará diferentes estrategias. Dentro del modelo humanista, por citar un ejemplo, se insta a los profesionales a establecer un reflejo terapéutico, siempre devolviendo el discurso y enfatizando, de manera clara e indudable, que ha sido perfectamente entendido y debidamente comprendido. Desde esta perspectiva, el consciente del cliente es el verdadero experto en su vivencia, y el terapeuta se coloca en posición de reflejo de su discurso, empático, subrayando el final de sus frases y potenciando la construcción de las siguientes.
Como se puede adivinar, el profesional cae (y fomenta el uso) del molino de palabras, obligando a la cura (de producirse) a circunscribirse al registro imaginario (único campo contemplado por la inmensa mayoría de las orientaciones psicológicas).
A finales del siglo XX la psicología ya comenzó a cambiar el rumbo de su metodología. Después de décadas de conductismo, y bajo la equívoca denominación de cognitivismo, se ha comenzado a contemplar lo importante del sistema de creencias personal. Es un paso. El paciente deja de ser el experto para someterse al escrutinio de una revisión simbólica pero, pese a todo, desde esta perspectiva se sigue negando la existencia de un inconsciente estructurado. Sigue existiendo un único foco de discurso a escuchar, siendo responsabilidad consciente del individuo el reelaborar las cogniciones erróneas.
Para terminar el recorrido paradigmático, el psicoanálisis continúa reivindicando la existencia de un entramado inconsciente y estructurado. A diferencia de la primera lectura aparente, el sujeto no vive tiranizado por unos instintos latentes, sino más bien a la inversa: son dichos instintos los que, silenciados por todo un aparataje consciente, han sido relegados a la condición de inexistentes y, desde el limbo de lo insabido, buscan representación (somática o en discurso) en la cotidianidad del sujeto que les niega la existencia.
Se trata de diferentes maneras de abordar la naturaleza intrapsíquica, pero el psicoanálisis ha sido pionero en reivindicar otros registros donde librar la batalla. De un modo alternativo, el psicoanalista recoge el discurso consciente, pero sin atribuirle la exclusividad y/o la totalidad del mensaje. Manteniendo el punto de atención flotante, ya exhortado por Freud en los inicios de la clínica, el analista se va a mover entre la posición del que escucha (a’), y la posición del que aguarda un otro mensaje (A). Mientras el resto de colegas de profesión ahondan en los contenidos verbales conscientes, en los significados cargados de afecto, el psicoanalista esperará (normalmente desde el silencio) aquello que emerge detrás de las pausas, detrás de los equívocos. Agazapado en las esquinas del significante.
Consecuentemente, mientras un humanista ayuda al cliente a hilvanar su discurso hasta el infinito, un psicoanalista espera y fomenta su disolución, conocedor de que en las fallas de lo consciente es donde aguarda aquello que pugna por hacerse escuchar.
De ahí el fenómeno de la repetición. Si algo caracteriza a la mayoría de los individuos es su tendencia a reproducir patrones idénticos, pese a que ya se hayan demostrado disfuncionales en el pasado. Como hipótesis, quizá adoptemos esquemas simbólicos sin saber que lo hacemos, condenados a repetir un guión al haber olvidado haberlo aprendido.
Y mientras el consciente da vueltas en ruedas de goce y repetición, el inconsciente pugna por ser entendido, reiteradamente. En un curioso fenómeno que también atañe a los psicoanalistas, un sueño puede repetirse hasta que sea correctamente interpretado, acertadamente simbolizado. Independientemente de la brillantez de una interpretación, e independientemente de lo que ésta le guste/disguste al consciente del paciente, podemos hacer un seguimiento de su validez en la medida que el sueño no vuelve a ocupar el tiempo de la terapia, a menudo cambiando de actores pero con el mismo contenido. El inconsciente seguirá cifrando la metáfora de aquello que necesita finiquitar y, tras repetidos intentos fallidos, bien desembocará por la vía del síntoma, bien forzará el abandono de la terapia. A esto último se le viene denominando Reacción Terapéutica Negativa (o RTN en el argot psicoanalítico).
Y es que, puestos a ignorar al inconsciente, ya existen muchas otras corrientes psicologicistas.

10 diciembre 2008

Esquema Lambda (I): La autopista imaginaria

(A lo largo de las siguientes entradas, aconsejamos cotejar la información con el grafo completo.)

En el esquema Lambda, el eje imaginario cubre las relaciones entre el Yo del sujeto (aquello que el sujeto cree ser, denominado a minúscula) y cualquier otro (otro al que se dirige el discurso y también mediatizado por creencias), denominado a’. Se trata del eje absolutamente consciente de la comunicación, y en él se representan las escenificaciones de la vida cotidiana, así como los diversos papeles y roles.
El sujeto solamente es intencional desde este eje: la producción del lenguaje parte desde el consciente de a y es recogido, a su vez, por el consciente de un a’. Quizá por ello nos encontramos tan cómodos inaugurando frase tras frase: el proceso nos refuerza nuestro carácter consciente y volitivo; tras cada contestación se nos reafirma que nuestro mensaje, conscientemente ensamblado, ha sido correctamente entendido.
Existimos. Pero siempre mediatizados por un otro.
Pese a este perentorio triunfo consciente, el esquema Lambda se define como un grafo de la intersubjetividad. Hablamos de intersubjetividad porque todo, en el discurso o en nuestras relaciones con los otros, está supeditado a instancias que mediatizan la comunicación, haciéndola imposible de objetivizar.
Nos gusta creernos los directores de nuestro discurso, y en este afán entablamos diversas comunicaciones desde el eje imaginario. Creemos tener algo que decir; creemos disponer de herramientas con la que elaborar el discurso y, en un último error, creemos contar con la libertad de escoger un interlocutor sobre el que depositar nuestra información.
Se trata de un proceso paradójico, y de ahí que Lacan estipulara que la comunicación se basa en el malentendido. En el discurso cotidiano, si bien nuestro consciente elige qué contar, de qué manera hacerlo, y a quién… en la experiencia clínica nos percibimos de que –con frecuencia- hay otro discurso tangencial al del consciente, un discurso que aguarda a un interlocutor que sepa poner oído y atención. Se trata de otro tipo de comunicación latente, que se mezcla con el discurso convencional y espera, entre las pausas y detrás de los malentendidos, a alguien con las actitudes necesarias para su decodificación.
Parece ser que el inconsciente ya se ha acostumbrado a la tiranía del eje imaginario, sabiendo que no se trata del mejor registro para poder expresarse. En la comunicación convencional, el inconsciente va aflorando a modo de válvula de escape, descargando parte de su carga, de su deseo de ser contado, ante un público que lo obvia y hace oídos sordos a su contenido, atribuyendo su existencia a fenómenos intrusos y a equivocaciones aleatorias. El sujeto habla, pero no sabe lo que dice, que diría Lacan.
Lo inconsciente, para un mal entendedor, se convierte en algo implícito; a veces una sensación intuida, casi siempre en todo un canal comunicacional ignorado.
Dicho material aflora pese a no disponer de terreno sobre el que germinar. Es por esto que Lacan dirá que el individuo es hablado; a su pesar, añadiríamos nosotros. A modo de desahogo, el inconsciente se comunica aún en ausencia de receptor válido, en un proceso homeostático que, si bien no cura (como bien demostró la clínica catártica), sí consigue aliviar temporalmente la tensión intrapsíquica. Acostumbrado a ser frustrado de continuo, no es de extrañar que busque la figura de un alguien que sí sepa escuchar, un otro muy diferente de los otros conscientes: un Otro Grande (en el grafo, A). Mientras tanto, y siempre y cuando no se desate la patología, seguirá hablando para nadie, provocando lapsus que no se interpretarán y recreándose en el único campo que permite su expresión: el onírico.
Volviendo al registro imaginario, un Yo consciente le dirige un discurso a otro Yo consciente, que a su vez contesta (o eso cree) en un proceso denominado molino de palabras. Se denomina de esta forma porque los interlocutores, independientemente de su buena fe, lo único que hacen es intercambiar significantes que brotan de sus respectivos conscientes, obviando ambos el material no consciente, y rellenando las lagunas con atribuciones, creencias, valores y repeticiones (fantasmas, en última instancia).
Podemos asistir al verdadero molino de palabras en cualquier conversación con un desconocido, de las que se producen para romper el hielo. Si en el ascensor de turno seguimos el rastro de una conversación con un vecino, nos encontraremos con frases que repentinamente llegan a su fin, incómodas, para ser sustituidas por otras que, de igual forma, tampoco se demuestran muy operativas. Vaya tiempo hace, ¿eh? Diga usted que sí… nos ha pillado desprevenidos… Vaya… ¿Qué viene, de la compra? Sí, ya se sabe, las obligaciones de todos los días… hace tiempo que no veo a su mujer… Sí, es que últimamente trabaja mucho y llega tarde a casa… En fin… éste es mi piso. Hasta luego…
En este fenómeno no disponemos de información del campo simbólico del otro. Al ser un desconocido, tampoco nos ha permitido decidir si comparte creencias o valores con nostros, imposibilitando el proceso de atribuciones e identificación. El discurso aparecerá siempre descatectizado y errático, artificial y protésico, repleto de incómodos silencios.

Pese a que continuaremos abordando el Lambda en las próximas entradas, os aconsejo visitar los posts que Valentín ha publicado últimamente sobre el mismo tema.

08 diciembre 2008

Tres Registros V: Interacciones

Así como Freud nos aconsejaría realizar un acercamiento metapsicológico, el propio Lacan (padre conceptual de esta criatura) siempre recomendó abordar los registros atendiendo a las dinamias que se establecen entre ellos.
En nuestra realidad, resulta relativamente sencillo percibir la superposición del campo imaginario con el simbólico. A fin de cuentas, nuestro escenario está íntimamente hermanado con lo social y sus aparatajes ético-morales; y nuestra quintaesencia individual (herida de autoconsciencia), también recurre a diferentes oráculos a la hora de conseguir respuestas a su afán de trascendencia (la maldición de la lucidez, que le llaman algunos).
El simbólico cuenta con una zona consciente (hilvanada a nuestra propia identidad y al zeitgeist histórico que nos acoge) y una extensión inconsciente siempre más conservadora de lo que nos resultaría cómodo admitir. En las oscuras fronteras de lo insabido, el simbólico alberga leyes casi universales, sospechosamente filogenéticas; y es en este esquivo terreno donde el psicoanálisis ubica el articulante Nombre del Padre o la interdicción del incesto. En otro orden de cosas, esta anónima porción de simbólico es la artífice de codificar nuestros síntomas, con independencia de que en el piso de arriba el Yo ignore que esconden un discurso.
De hecho, a menudo se habla de lo real del síntoma. El síntoma es real en tanto en cuenta es un discurso puro que ha transgredido la lógica del consciente; es real por su nivel de autenticidad, apenas sesgado por un principio de realidad que desconoce el por qué de su génesis. En el síntoma (y en la histeria de conversión de manera prototípica) la pulsión reprimida utiliza el cuerpo como un lienzo sobre el que escribir un mensaje desesperado. Dicha “escritura” jamás es aleatoria (el inconsciente nunca lo es) e, indagando lo suficiente, detrás del síntoma encontraremos una metonimia simbólica, una recodificación de un mensaje que, en su momento, no aprobó el acceso a ser manifestado en el imaginario.
No obstante, adjunto a lo real del síntoma tenemos la percepción del mismo por parte del paciente que lo padece. Como siempre que hablamos de percepción, el carácter de realidad se desdibuja y nos encontramos con un amago imaginario, con un intento explicativo que constituye la demanda pero que rara vez nos acerca a la Verdad. Y es que de nuevo nos encontramos con una verdad del inconsciente por lo común distanciada de la verdad del sujeto del enunciado. De ahí la célebre sentencia lacaniana de “sujeto es aquel que miente”, entre otros motivos porque estamos condenados a percibir y -en el intento-, a alejarnos del noúmeno kantiano a favor de la subjetividad del fenómeno.
En otro orden de cosas, a menudo el tejido epitelial imaginario (extremadamente frágil en determinadas circunstancias) puede rasgarse lo suficiente para invitarnos a ver lo real que le subyace. Por lo común agazapado tras el trauma (una muerte repentina, en la mayoría de casos), nuestra cotidianidad puede desmoronarse en una debacle inesperada. Como resulta lógico ya no estamos hablando de la gratuidad de la neurosis, sino de repentinos sucesos que nos dejan desvalidos ante un atisbo de real resistente a la simbolización.
Como ejemplo de clínica psicoanalítica especializada en estas situaciones traumáticas (en su mayoría procesos de duelo), les remito a la siguiente página de una clínica barcelonesa.
Y para finalizar con estas entradas dedicadas a los tres registros lacanianos, adjunto el documento íntegro en formato .pdf. Un saludo.

24 noviembre 2008

Tres Registros IV: El campo de lo simbólico

En nuestra aproximación a los tres registros lacanianos, he preferido dejar para el final aquel campo –el simbólico- en el que debemos desarrollar nuestro desempeño terapéutico.
Ya hemos visto que el niño nace adscrito a lo real, campo en el que se parapeta (todo él narcisismo primario) hasta que es invitado a la especularidad. También observamos cómo el mismo niño, quince años después, se mueve con inusitada soltura en el imaginario deambulando de discoteca en discoteca, todo él animal prosocial.
Resulta evidente que nos encontramos huérfanos de un registro que explique y complemente a los dos primeros, y a tal fin acudimos a la teorización del campo simbólico. Muchos teóricos defienden que este registro se caracteriza por la falta, no ya una falta insondable como la mencionada en lo real, sino más bien como una localización donde ubicar aquello que ha dejado de percibirse en el imaginario. Por citar un ejemplo altamente explicativo, ante la muerte de un ser querido se hace necesario un proceso de duelo que reubique su ausencia del imaginario, y de esta manera su recuerdo es promovido a un ámbito simbólico, en un más allá de la percepción pero -a menudo, paradójicamente- más cercano e íntimo.
Lacan, pues, articuló el simbólico como una caja donde presentificar las ausencias, un almacén que se inauguraría (de la mano del concepto del Fort-Da freudiano) cuando el niño, ante la separación de la madre (y del pecho que le sustenta y acalla) realiza un primer duelo recreándola en su imaginación. Prueba de este mecanismo de necesaria frustración es evidenciada por la temprana instauración de diversos objetos transicionales, como el chupete (primera metonimia del deseo) que representa como significante a una parte de la madre en su ausencia. Desde ese primer momento en que el niño “alucina” a su progenitora, el espacio simbólico queda oficialmente inaugurado a modo de campo de entrenamiento –virtual- donde improvisar fantasías sádicas o reparadoras. Todo un extenso almacén de fantasmas.
Siendo el simbólico una articulación teórica promovida por Jacques Lacan, no debería extrañarnos su potencial lingüístico. Y es que el simbólico no sólo sirve de trastero para las ausencias, sino que también se erige como el códice dónde quedan impresas todas las leyes. De esta guisa, el lenguaje puebla el simbólico hilvanando significantes que convocan conceptos. De igual manera que el chupete ejemplifica la imago de la madre, los significantes son objetos transicionales que invocan a los objetos a los que dan significación. Allí donde en el imaginario nuestro oído recoge la sentencia fonética “no pienses en un elefante”, nuestro simbólico inmediatamente se debate entre la orden consciente y la imposibilidad implícita de rescatar la imagen del paquidermo. En otro ejemplo, el significante “Japón” -con independencia de que el sujeto haya estado es dicho país- despierta un concepto (un significado) puramente simbólico, que debiera ser inexistente en ausencia de huellas mnémicas pero se presentifica mediante diversos acercamientos cognitivos.
Pero con ello no debemos caer en el equívoco de pensar en el simbólico como un almacén mnémico. El simbólico atesora toda una biblioteca implícita de esquemas, normas y leyes. Este campo bebe de la invitación a lo social que nos cursaron nuestros padres, y de la propia interpretación subjetiva que nosotros recogimos –o de la que renegamos reactivamente- del superyó paterno.
Lacan diría que el “simbólico hace del hombre un animal serhablante” (parlêtre) “fundamentalmente regido, subvertido, por el lenguaje, que determina las formas de su lazo social”. El simbólico (en su vertiente preconsciente y consciente) se nos dibuja como un glosario de conceptos y abstracciones, una oficina de timbres donde se etiqueta la realidad, donde se almacena los fantasmas y se afianzan los autoconceptos.
En otro orden, mucho más analítico, el simbólico salvaguarda la prohibición edípica, siendo embajador del Nombre de Padre como emisario de toda futura Ley y estructura. Es dicho advenimiento (el de la Metáfora paterna), el que exilia el significante fálico y su omnipotencia al inconsciente reprimido –fuera de juego-, dejando como resto un primer significado preconsciente, el de la castración, que habilitará mediante un agujero, una hiancia, el acceso al deseo movilizando todo el engranaje pulsional del individuo.

21 noviembre 2008

Tres Registros III: El campo de lo real

Pese a que sería previsible continuar nuestra andadura por los registros abordando el simbólico, prefiero reservarlo para el final (ya anticipo que es el más explicativo en cuanto a clínica se refiere), y arriesgarnos a "explicar" el campo de lo real.
El registro real es antagónico al imaginario. Allí donde éste último es todo apariencia y percepción, lo real se escapa de nuestra comprensión, regateando nuestra limitada capacidad de siquiera acotarlo. Y es que lo real es un páramo objetivo puro, fuera de normas y ajeno a cualquier simbolización posible (“Bienvenido al desierto de lo real”, que diría Morpheo). Lacan en su momento ya avisó que “lo real es lo imposible de imaginizar”, esto es: se escapa de nuestra experiencia sensorial (exteroceptiva) y huye de nuestros registros mnémicos.
De hecho, ni siquiera el esquema lambda contempla este esquivo campo, pese a que subyace a lo imaginario y lo simbólico. El cuarto nudo (la neurosis, en definitiva) es el salvoconducto que nos aleja de una caída en lo real (de un pasaje al acto psicótico). De nuevo, según Lacan: “lo simbólico lo ha expulsado de la realidad”. Lo real, pues, se nos dibuja como un agujero insondable que, pese a no ser interpretable o simbolizable, si se presta a ser temporalmente obturado. Como extraemos del diccionario Chemama de psicoanálisis: “«Lo que no ha venido a la luz de lo simbólico reaparece en lo real». ¿En qué sentido? Para que lo real no se manifieste más de una manera intrusiva en la existencia del sujeto, es necesario que sea tutelado por lo simbólico, como sucede en el sueño.”
Pese a lo extraño de toda esta teorización, lo real es la primera guardería del infante y –a través de diversas castraciones- queda encarcelado en lo más profundo de nuestro psiquismo, conformando el código máquina que mora en el inconsciente reprimido. Lo real se adivina en los autismos exacerbados, en las erráticas imágenes corporales que devuelve el espejo en la anorexia, en las alucinaciones de las esquizofrenias… En definitiva, lo real se ubica en las antípodas del principio de realidad y, sin la salvaguarda de un simbólico que haga de dique, adviene a lo imaginario destruyendo las confortables barreras de la lógica y de lo posible.
Lo real, concepto imposible de conceptualizar, es una dimensión que no deja de existir por no ser percibida. Como definía Kant con el concepto de noúmeno (1): “eso que es, y porque es, no lo puedo conocer, pero porque es, existe”. Esa incómoda dimensión queda escamoteada detrás del aparataje social y el maquillaje individual. Los teóricos citan como ejemplo el trauma del nacimiento y la muerte, balizas de lo real, y en clínica nos acercamos a su frontera cuando se presentifica en forma de angustia difusa, huérfana de significante y resistente a la simbolización.
De nuevo, debemos hacer hincapié en que los registros no pueden (ni deben) ser articulados por separado. De cara a una correcta comprensión de los tres campos hay que atender a su interrelación dinámica.
Lo real es, en resumen, un terreno apenas intuido en la neurosis pero un campo ineludible en la clínica de las psicosis que, herida en la constitución de su simbólico (renegación o Verwerfung) naufraga en la posibilidad de lo imposible.

(1) (Definición de la Wikipedia): El noúmeno (del griego "νούς" "noús": mente), en la filosofía de Immanuel Kant, es el concepto problemático que se propone para referirse a un objeto no fenoménico, es decir, que no pertenece a una intuición sensible, sino a una intuición intelectual o suprasensible. Por otra parte, el término también ha sido usado para hablar de la cosa-en-sí, es decir, la cosa en su existencia pura independientemente de cualquier representación. Como tal es incognoscible e inabordable para el hombre. Es aquello que está tras los muros del conocimiento posible, de la experiencia en que como hombres dotados de razón, de intuiciones de espacio y tiempo, de categorías, nos movemos inevitablemente. No hay para el filósofo de Königsberg abordaje del noúmeno en el plano del conocimiento. Porque estamos desprovistos -como pretendían los dogmáticos racionalistas- de intuición metafísica o no sensible para el mismo.

20 noviembre 2008

Anexo: El mito de la caverna

Aprovechando que estamos abordando el concepto de registro imaginario, me permito adjuntar un vídeo extraído de YouTube que, de manera muy clara y concisa, explica el "Mito de la caverna" de Platón y sus implicaciones filosóficas. Espero que lo disfruteis.

19 noviembre 2008

Tres registros II: El campo de lo imaginario

Alteramos el orden explicativo original (que por quórum implícito suele ser real, simbólico e imaginario) ya que, de empezar por lo real, flaco favor le haríamos al intento de establecer una base aclaratoria. Si lo que desean es verme sudar, esperen a que me toque explicarles el concepto de real lacaniano…
Pero ahora estamos con el registro imaginario… que a fin de cuentas es lo que la gente lega –las personas de a pie- considera “realidad”.
El imaginario es heredero directo de otro descubrimiento lacaniano: el estadio del espejo. Cuando el infante (entre los seis y los dieciocho meses) rompe su cuerpo fragmentado y se topa con la realidad de su reflejo -con un otro (que es él mismo) que le devuelve una respuesta y le invita a aceptar su rol de unicidad individual-, el niño queda atrapado en esa trampa especular, enmarañado en una red de sucesivos otros que (en el futuro, inconscientemente) se harán necesarios para reafirmar su propia existencia diferencial.
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17 noviembre 2008

Tres Registros I: Introducción

Allá por 1974 Lacan, en su seminario R.S.I., articuló la base teórica de los tres registros. Basándose en la estructura borromea de tres círculos anudados entre sí, el autor delimitó tres campos de existencia y percepción: el registro imaginario y el simbólico, sedes de la experiencia y la identidad del individuo (entre otras), y el campo de lo real, impracticable e imposible de circunscribir.
El registro simbólico y el imaginario obturan al campo de lo real, que pese a ello subyace al empeño. De los tres círculos anudados, ninguno de ellos puede desplazarse sin que con ello se desmonte todo el aparataje intra e intersubjetivo del sujeto, sin que se resienta el aparato psíquico en una caída libre hacia lo real, hacia la desestructura de la psicosis. Afortunadamente, un cuarto nudo (el sinthome) salvaguarda el equilibrio de los tres campos manteniéndolos entretejidos entre sí.
Abstracciones aparte, en las próximas entradas vamos a realizar un repaso de la funcionalidad de estos registros, y conviene recalcar la dificultad que entraña abordar su explicación individual y aislada. Como en una mezcla cromática aditiva, los tres campos (y en especial el imaginario y el simbólico) son operacionales en tanto en cuanto se nos presentan de forma superpuesta, dado que el Yo del individuo se hace sitio en la precaria intersección de los tres conjuntos. El ser humano es aquello que busca su explicación y su sentido entre el nacimiento y la muerte, balizas de lo real, y va hilando su existencia torpemente sobre el escenario imaginario, dirigiendo sus dudas existenciales a un oráculo mudo (ora Dios ora su psicoanalista) que representa a un simbólico que le precede y le sucederá.
Dicho esto, armémonos de paciencia.

14 noviembre 2008

Wilhelm Reich

En la entrada de hoy (y mientras preparo el material de la próxima semana: registros lacanianos), me tomo la libertad de adjuntar un artículo elaborado por María López De Vargas Machuca, una de las alumnas del Practicum de Psicología que este semestre ha aterrizado en la clínica. María tiene una orientación reichiana, y debido a ello me pareció interesante invitarle a redactar unas líneas para el blog, que adjunto:

"Wilhelm Reich fue, ante todo, un hombre profundamente comprometido con la especie humana.

Comprometió su vida al estudio, análisis y puesta en práctica de su Teoría Orgónica.

Con unas bases psicodinámicas y neurofisiológicas propias, este autor trabajó no sólo con la palabra, sino también con el cuerpo del sujeto, dando prioridad a la “memoria muscular” que cada individuo portamos desde nuestras primeras relaciones objetales. Esa memoria es el recuerdo inconsciente de toda aquella expansión, de esa tendencia al placer, coaccionada y constreñida por el sistema familiar patológico propio de nuestra sociedad actual, castradora, patriarcal y perturbadora de la maduración sexual humana. Como medio de protección ante esa continua represión de los impulsos vitales humanos, el individuo crea una “coraza defensiva” (emocional y muscular), que le permite ajustarse al medio social de una forma más o menos funcional. Cada coraza dará lugar a un tipo concreto de carácter (o a la inexistencia de éste) y a un tipo concreto de sintomatología consecuencia de éste.

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12 noviembre 2008

Biblioteca: "El yo y el Ello" (1923)

A petición de algunos de vosotros -y para hacer un poco de descanso en las entradas propias- hoy colgaré en el blog el texto freudiano "El Yo y el Ello". Se trata de la traducción de López Ballesteros (nunca me he fiado en exceso del rigor de Strachey).
Este texto marca el inicio de la teorización de la Segunda Tópica freudiana pues -aunque no es citado textualmente- Freud comienza a articular la función del Superyó como instancia mediadora. En palabras del autor, "El yo y el Ello" es sucesor directo de "Más allá del principio del placer", pero (afortunadamente) se desmarca por completo de las tesis biologicistas que caracterizaban a éste último. Freud también cita a "Psicología de las masas y análisis del Yo" como precursor del ensayo que hoy nos ocupa.
Especialmente remarcable de este texto son las reseñas que realiza el autor sobre el Yo inconsciente, al que responsabiliza de gran parte de la función represora. Como afirmaría con posterioridad: "...si bien todo lo reprimido es inconsciente, el inconsciente no coincide totalmente con lo reprimido". De esta forma, la Primera tópica freudiana perdía parte de su poder explicativo, haciéndose más compleja y necesitando redefinirse en lo que vendría a conocerse como Segunda Tópica.
En resumen, un texto imprescindible.

10 noviembre 2008

Metapsicología IV. La dimensión económica

Ya para finalizar con el análisis metapsicológico, el tercer rasero con el que cabe analizar cualquier apuesta libidinal es el denominado económico. Este último factor es quizá el más representativo del carácter mecanicista original de la metodología. La economía (libidinal, del deseo) hace referencia a quantums, a montantes, a cantidades por exceso o por defecto.
Si inicialmente la libido nacía libre y anobjetal, allá en el topos del Ello más recóndito, al pasar por los destinos de la pulsión, al atravesar las aduanas de conciencias y censores, los procesos secundarios (con el Yo a la cabeza) obligan a esta libido a articularse junto a algún representante. La libido (afecto puro) no es tolerada difusa y libre en los pisos superiores y -como condición sine qua non para alcanzar su desembocadura en la conciencia- debe ser adscrita a algún significado, debe vehiculizarse con algún pretexto y justificarse mediante algún objeto tolerable.
De esta guisa, una esencia prototípicamente anárquica, mera pulsión erótica, debe buscarse compañeros de viaje con los que atravesar los puestos fronterizos. La libido debe crear catexias con diferentes objetos externos y, de esta forma -con un fin definido, con los papeles en regla- puede atravesar la frontera y ser aceptada en el exterior.
Es así como catectizamos los diferentes objetos de nuestro entorno, otorgándoles cargas variables de catexia inconsciente que movilizan nuestros deseos, ilusiones y fantasmas en un particularísimo parquet bursátil.
En las antípodas de la afánisis, el individuo se ve obligado a desear, a apostar en su entorno todo aquello que le resta a su narcisismo. El aspecto económico, finalmente, responde a cuestionarnos las cantidades de carga (positiva o negativizada), que el individuo destina a sus inversiones libidinales. Tan sólo recordar que, como sucede en el mecanismo de la inhibición, no sólo hay presente consumo libidinal en las catexias, sino que también lo encontraremos subyaciendo en la formación de diversas contracatexias defensivas.

En definitiva, el enfoque metapsicológico es una invitación freudiana a evaluar cualquier fenómeno descomponiéndolo en sus coordenadas tópicas, dinámicas y económicas. Diferentes destinos para una materia prima –la libido- que, con independencia de su fin, nivel de carga u objeto, todo lo impregna.

Finalizado este grupo de entradas referentes a la metapsicología, adjunto el documento íntegro para descarga: "Metapsicología.pdf"

07 noviembre 2008

Metapsicología III. Dimensión dinámica

El enfoque metapsicológico exige, después de un primer acercamiento tópico, pasar a analizar las relaciones dinámicas que se establecen entre los diferentes sistemas. Retomando la metáfora topográfica, dentro del continente psíquico nos encontraríamos con tres naciones diferenciadas, cada una de ellas con su particular modo de entender la gestión de los recursos. Para complicar aún más lo delicado de las relaciones diplomáticas que se establecen entre los tres reinos, un mismo oleoducto –cargado de libido, preciosa materia prima- los atraviesa de parte a parte.

El primer territorio, reino del Ello, es el único verdaderamente autóctono del continente, una última reserva indígena, un bastión primitivo rodeado de naciones extranjeras. Estas últimas, colonias del Yo y el Superyó, se jactan a su vez de haber traído la cultura y de haber “humanizado” a la población indígena.
Volviendo a la problemática de la materia prima que une y distancia a estas tierras intrapsíquicas, la libido nace en el reino del Ello, brota de sus entrañas y mana de manera salvaje y descontrolada. El oleoducto, el transporte, trasvase y gestión de esta libido, no deja de ser un cauce artificial que las nuevas naciones han construido, y cuyo usufructo o contención administran con mano de hierro. De esta forma, existen aranceles y diques que desvían la libido de su cauce originario, y que mantienen a las tres naciones en un estado de constante negociación.
Con esta metáfora (quizá en exceso infantil, júzguenlo ustedes) queda evidenciado el carácter de dinamia, de movimiento y represión a la que se ven sometidas las diferentes pulsiones (por sí mismas sobradamente activas). Los diferentes estratos de conciencia edifican diques y complejos sistemas de canalización de la libido, sometiendo una energía en origen anobjetal, no ligada y atemporal (hija de los procesos primarios y del principio del placer instintivo) a toda una reconversión de procesos secundarios, de filtrado y refinado social, de ajuste a las nuevas leyes de los mercados exteriores, del principio de realidad.
De nuevo bajo el prisma metapsicológico, el segundo eslabón de nuestra evaluación diagnóstica pasaría por analizar los movimientos que subyacen a lo aparente, los diferentes destinos que aguardan a la expresión libidinal. Un enfoque dinámico también nos urge a evaluar las relaciones que se establecen entre las distintas instancias del individuo, y si estas solventan sus diferencias mediante diferentes soluciones de compromiso o llegan a las manos por la vía sintomática.

05 noviembre 2008

Matapsicología II. Dimensión tópica

A Freud le gustaba ser considerado como un descubridor. Del mismo modo que la América anterior a 1492, el inconsciente aguardaba a ser reconocido y nomenclado. Sin cartas de navegación con las que adentrarse en estas nuevas tierras vírgenes, Freud fue un pionero a la hora de cartografiar y delimitar, de ubicar y enunciar.
De esta manera, lo insabido fue seccionado y clasificado, casi topografiado. Inconsciente, preconsciente y consciente en una primera tópica, como balizas finales de nuestras fronteras interiores; Ello, Yo y Superyó a modo de primeros colonos del nuevo continente. Con la llegada de nuevos exploradores, otros territorios se añadieron a los ya descubiertos, coincidiendo o no con las fronteras anteriores, y así nos encontramos con las delimitaciones de real, simbólico e imaginario.
La dimensión tópica, abandonando la metáfora, se centra en los topos o ubicaciones donde se está desarrollando un fenómeno. Desde una visión metapsicológica del diagnóstico, ¿dónde se originó el proceso represivo? y, con independencia de su génesis, ¿dónde ubicamos su manifestación sintomática? De igual manera que sucede con la medicina, a menudo la inervación del dolor no concuerda necesariamente con su origen.

“Desde los Estudios sobre la histeria (Studien über Hysterie, 1895), la concepción del inconsciente implica una diferenciación tópica del aparato psíquico: el propio inconsciente comporta una organización en estratos, y la investigación analítica se efectúa necesariamente por ciertas vías que suponen la existencia de un determinado orden entre los grupos de representaciones. La organización de los recuerdos, dispuestos en forma de verdaderos «archivos» en torno a un «núcleo patógeno», no es sólo cronológica; tiene también un sentido lógico, efectuándose de diversos modos las asociaciones entre las diversas representaciones. Por otra parte, la toma de conciencia, la reintegración de los recuerdos inconscientes en el yo, se describe sobre un modelo espacialmente representado definiéndose la conciencia como un «desfiladero» que no deja pasar más de un recuerdo a la vez al «espacio del yo».”

La clasificación tópica, por otra parte, no se limita a establecer los límites de los diversos estratos de conciencia, si no que los considera sistemas diferenciados, con sus propias leyes (o anarquías), sus diferentes modos de gestionar la libido (procesos primarios vs. secundarios), o las diferentes políticas de censura y aduana (principio del placer vs. principio de realidad).

En azul, cita textual del Diccionario de Psicoanálisis Laplanche-Pontalis

03 noviembre 2008

Metapsicología I. Libido

El concepto freudiano de metapsicología aparece continuamente a lo largo de las Obras Completas; Episódicamente, en la relación epistolar que mantiene con Fliess, para ir finalmente perfilándose en textos como “Proyecto de psicología científica”, “Más allá del principio del placer” o “El Yo y el Ello”.
La concepción metapsicológica consiste en un intento positivista de delimitar los fenómenos que interactúan entre los diferentes niveles de la consciencia, atendiendo a las relaciones tópicas, dinámicas o económicas que afectan a la manifestación libidinal o a las interrelaciones entre las instancias. Por decirlo de un modo más escueto, Freud instaba a todo profesional psicodinámico a descomponer la fenomenología clínica en sus elementos más atómicos.

La libido. Moneda de cambio

Dentro de la teoría de las pulsiones, Freud nos invita a considerar la libido como una especie de energía psíquica elemental, una energía que parte de los estratos más inconscientes de nuestro psiquismo –el Ello como reservorio libidinal- y que puede investirse bien en objetos externos (en catexias eróticas ajenas al Yo del sujeto), bien retrotrayéndose al propio individuo (repleccionada narcisísticamente). La libido se define, en otra acepción, como la materia prima de la que se sirve la pulsión para ejercer su empuje, como la gasolina de nuestro sistema deseante.
La libido se convierte así en un recurso vital a nivel intrapsíquico, en una esencia que conforma nuestras mareas internas, siempre a merced de diferentes mecanismos de equilibrio y homeostasis. Y es que a esto puede reducirse (quizá de forma un tanto simplista) toda la teorización psicodinámica: a la delicadísima ponderación de fuerzas antagónicas, al cociente o resto de nuestras apuestas libidinales.
De esta forma, el aparato intrapsíquico gestiona sus quantums de libido de manera matemática, a modo de estricto contable que realiza constantes balances de las entradas y salidas, de las partidas y del stock disponible. De hecho, y como hemos comentado hasta la saciedad, el síntoma a menudo se nos dibuja como un grito desesperado, una espita desde la que emerge una verdad incómoda pero preñada de real, henchida de emergencia libidinal.

31 octubre 2008

Transferencia VI. La resolución

Como en cualquier préstamo, llega un momento en que debemos efectuar la devolución. La asunción de un saber (supuesto saber que nos atribuye el paciente) nos promociona a un rango simbólico que no deja de ser un escalón articulante pero provisional y artificioso.
La transferencia negativa cae por sí misma, bien mutando al lado positivo, bien precipitando el abandono terapéutico. La verdadera problemática subyace del lado de la transferencia positiva, en la que el terapeuta, ascendido a un rango de silencioso amante, de escucha privilegiado, puede forzar eterna una relación que se prometía temporal.
Es sabido que el analista obtura una falta del lado del analizado; de manera fugaz, se deja ubicar (o se resiste a ello) en diferentes posiciones transferenciales. Se hace necesario que, ya entrados en el grueso del análisis, y sobre todo de cara a su correcta finalización, el Otro Grande se despoje de sus mayúsculas e invite al analizado a ir apeándole el tratamiento. Como advertía Lacan, el caer del objeto “a” corresponde a una destitución del analista, destitución que permite la resolución del carácter ilusorio de la transferencia.
Si el analista no se suicida del simbólico prestado por el paciente, éste último quedará perennemente atrapado en el ámbar de la mentira transferencial, rindiendo pleitesía a un falso dios que él mismo ha ascendido a los cielos. Se hace urgente virar esta falsa conexión, facilitando un cambio del “amor de transferencia” (quizá necesario en los inicios del tratamiento) por “transferencia de trabajo”.
En la transferencia de trabajo el espejo se hace opaco, y el paciente, desde la soledad acompañada del sittin’, va elaborando un saber propio ahí donde el Otro ya no facilita su saber. Este será su descubrimiento. En el momento en que el sujeto acepta que el saber está en su propio discurso, agazapado, se hace posible el inicio de un duelo necesario: que el analista no atesora ese saber, que tan sólo se prestó durante un tiempo a ser el albacea de un conocimiento que el paciente ya trajo –sin saberlo- a la primera entrevista.

Una vez más, y después de seis entradas, adjunto el documento íntegro: "Transferencia.pdf"

29 octubre 2008

Transferencia V. Positiva vs. negativa

Hemos de reconocer que esta diferenciación puede ser peliaguda. Se supone que la transferencia positiva está formada por sentimientos (conscientes) de simpatía y cordialidad hacia la figura del analista, por lo que resulta lógico –a priori- inferenciar que se trata de una aliada en el proceso terapéutico, al ayudar a afianzar una atmosfera de confianza que apuntala el discurso. El problema viene precisamente de este apuntalamiento, y de que el discurso que se ve reforzado no deja de ser consciente. Moviéndonos únicamente por el equívoco campo de las transferencias positivas, podemos caer en el error de aliarnos al Yo del paciente, y con ello afianzar la represión que suele actuar sobre los estratos más profundos de su personalidad.
Sin duda las transferencias positivas son más cómodas de gestionar en el sittin’, precisamente por su peligrosa cualidad de unirse a los fantasmas narcisistas del terapeuta. En un vals de rapport que puede tornarse en mero yourself, el espectro fantasmático de la realidad del paciente puede quedar coartado a su vertiente más amable, que nunca es la más necesitada de terapia.
Por lo contrario, la transferencia negativa ha sido históricamente vilipendiada por las resistencias que conscientemente fortifica en cualquier análisis. El paciente se muestra reticente a confiarnos su discurso, desconfía de la profesionalidad del terapeuta o de la propia validez del método psicológico (con independencia de la orientación escogida). El paciente intenta apear al analista de cualquier posicionamiento simbólico, y de ésta guisa podemos sorprendernos escuchando una frase que ya se ha convertido en todo un cliché: “yo no creo en los psicólogos”. En todo un alarde de incoherencia (¿por qué, entonces, ha acudido voluntariamente a nuestra consulta?) queda amagada la esencia de la transferencia negativa: subyaciendo a todo el despliegue de defensas conscientes, a nivel inconsciente se esconde un paciente asustado y, por lo común, sorprendentemente colaborador.
Con estas cartas sobre la mesa, podemos advertir el ambiguo carácter de las transferencias. Las de tipo positivo, las amistosas, entorpecen el buen curso terapéutico convirtiendo al analista en un oráculo omnisciente y benefactor, al tiempo que postergan que el propio paciente ejercite su propio mecanismo de abreacción. Las de tipo negativo, en cambio, nos colocan en las cercanías del verdadero foco sintomático pero, sobre todo al inicio del tratamiento, son las más sensibles a la hora de provocar un abandono precipitado.
No debe pues extrañarnos que las transferencias (con independencia de su apariencia imaginaria) deben ser jugadas en el terreno simbólico que nos presta el sittin’. Pese a que se recomiende -como es lógico- reforzar las transferencias positivas al inicio del tratamiento, el analista debe ser cauto de no estancarse en lo acomodaticio de ese reflejo, facilitando al paciente la opción de “dejarse atravesar”, de convertirse en sparring del lado negativo transferencial.

27 octubre 2008

Transferencia IV. Contratransferencia

A no ser que nos sintamos cómodos estafando con nuestra minuta, lo que diferencia al profesional de la escucha de cualquier otro individuo, aquello que discrimina al sittin’ analítico del consejo de un buen amigo (más allá de los conocimientos psicológicos), es entre otras variables la garantía de una objetividad lo más atemperada posible.
Desde el psicoanálisis, el propio análisis didáctico de aquel que ahora cobra debería actuar a modo de normativa ISO, de guardabarrera. Esto no significa que el analista no albergue transferencias hacia su paciente (estaría tan muerto como el Padre al que representa), pero sí debería garantizar que, al menos, el profesional mantiene sus contratransferencias en continuo estado de sitio, sometidas a constante sospecha y cuarentena.
El propio paciente se nos presentará del modo que cree ser, y sin saberlo nos ubicará en posiciones que no nos pertenecen; constantes préstamos de un pasado que nada tiene que ver con nosotros. Es problema del terapeuta acceder o no a las necesidades atributivas del paciente y dejarse colocar en una posición articulante -cobrar forma en el escenario fantasmático del sujeto-, o impedir mediante un continuo regateo ser ubicado en la compleja dialéctica del deseo del paciente, parapetándose detrás del principio de abstinencia. Habrá que valorar si la proyección transferencial del analizado nos ubicará en una posición funcional, destructora de repeticiones, o si por el contrario nos estamos convirtiendo en un eslabón más de una cadena infinita.
En cualquier caso se hace evidente que, en un proceso ya de por sí complicado, si el analista no posee control sobre sus propios fantasmas, sobre sus propios sistemas de etiquetaje y expectativa, nada quedará de la imprescindible objetividad. En palabras del diccionario Chemama:

“Fuera del marco del análisis, el fenómeno de la transferencia es constante, omnipresente en todas las relaciones, sean estas profesionales, jerárquicas, amorosas, etc. En ese caso, la diferencia con lo que pasa en el marco de un análisis consiste en que los participantes son presa cada uno por su lado de su propia transferencia, de lo que la mayor parte de las veces no tienen conciencia. De este modo, no se instituye el lugar de un intérprete tal como lo encarna el analista en el marco de la cura analítica. A través de su análisis personal, en efecto, el analista se supone que está en condiciones de conocer lo que teje sus relaciones personales con los otros, de modo de no venir a interferir en lo que sucede del lado del analizante. Esta es además una condición sine qua non para que el analista esté disponible y a la escucha del inconsciente.”

Pese a todo, y como suele ocurrir a menudo, aquello que en la teoría parece inamovible, en la práctica puede ser difícilmente sostenible. Y es que las últimas corrientes cognitivas (con el postmodernismo a la cabeza) dudan de que la contratransferencia pueda ser reducida a cero. Según estos marcos teóricos, la transferencia es cocreada en el simbólico del sittin; el paciente pone la emergencia metonímica de sus afectos mientras que el analista los modula y a menudo reinterpreta.

24 octubre 2008

Transferencia III. A modo de resistencia

La transferencia es un fenómeno que revisita esquemas anteriormente jugados en otros escenarios. El propio Lacan diría que el mismo amor (amor de transferencia, al fin y al cabo) nunca iba más allá de los primos-hermanos.
Freud, por su parte, reconoció la existencia de imagos inconscientes casi arquetípicas, entre las que destacaban la del padre y la madre. Esto condujo a situar la transferencia como una heredera de antiguos mecanismos infantiles (edípicos, fundamentalmente), posicionamientos y esquemas olvidados que –desde las sombras- continúan mediatizando el comportamiento actual del individuo. Freud definió la transferencia como un desplazamiento metonímico de los afectos, en los que éstos se actualizan de una representación primitiva a otra actual. El autor denominó a este deslizamiento “falsa conexión”.
En lo referente al sittin’, a lo simbólico del espacio analítico, la transferencia se ubica del lado del agieren, del actuar, del acting out (inside). Se exhibe proactiva y cargada de libido erótica (en tanto en cuanto se deposita en pulsiones que buscan ser depositadas en el exterior). El problema viene cuando, del lado de la actuación, se posiciona en las antípodas de la abreacción, del recuerdo introspectivo, del “darse cuenta” (insight) humanista. Si Lacan nos tranquilizaba con su sentencia de que “la palabra es el asesinato de la cosa”, la vertiente del acting nos amenaza con su reverso: “la cosa es el asesinato de la palabra”.
No es de extrañar que Freud intentara crear un cortafuego para salvaguardar la objetividad del analista; de hecho, la regla de abstinencia y el principio de neutralidad no son más que tentativas para aislar al terapeuta del juego de máscaras que le atribuye el paciente. Sólo desde la posición de esfinge se puede sortear la demanda intransitiva del analizado, mas, incluso desde la cómoda incomodidad de esas murallas de silencios, el paciente proyecta su necesidad de ubicarnos en una posición siempre demasiado simbólica, regalándonos la atribución de un saber (a nivel consciente) y a menudo aguardando al crepúsculo de los dioses (a nivel inconsciente).
Continuando con las resistencias encubiertas, Freud también advirtió que la transferencia acostumbra a aparecer como preámbulo de algún nudo conflictivo, a modo de disparador o alarma que retarda (o incluso imposibilita) el acceso a material inconsciente altamente explicativo. Y aquí es dónde asistimos a una de las paradojas de la transferencia: al mismo tiempo que se nos presenta como una muralla defensiva, edificada de afectos resucitados, nos permite ver al paciente despojado de sus vestiduras imaginarias, en la esencia de su verdadera problemática. En palabras de Freud: «La transferencia, tanto en su forma positiva como negativa, se pone al servicio de la resistencia; pero, en manos del médico, se convierte en el más potente de los instrumentos terapéuticos y desempeña un papel difícil de sobrevalorar en la dinámica del proceso de curación».
Y en otro pasaje:
[La transferencia] «Es el terreno en el que debe obtenerse la victoria [...]. Es innegable que la tarea de domar los fenómenos de transferencia plantea al psicoanalista las máximas dificultades; pero no debe olvidarse que tales fenómenos son precisamente los que nos proporcionan el inestimable servicio de actualizar y manifestar las mociones amorosas, ocultas y olvidadas; ya que, a fin de cuentas, no es posible dar muerte a algo in absentia o in effigie».
Y aquí debemos rendirnos a la evidencia: las transferencias son fantasmas erráticos que buscan un ansiado descanso. Son frases nunca dichas, reproches nunca mencionados, halagos nunca ofrecidos… Para exorcizar su eterno periplo, dichas cargas afectivas se escenifican ad eternam hasta encontrar la extinción a través de alguien que se preste a ofrecer una réplica.
Pero no siempre juegan tan limpiamente. A menudo la repetición de esquemas pasados no busca la disolución del conflicto si no, de la mano del beneficio secundario, su afianzamiento y confirmación. Es por esto que la regla de abstinencia convierte al analista en un espejo pivotante: La mayor parte de las veces el terapeuta reflejará impertérrito la demanda del paciente, reacio a dejarse ubicar en posición de muerto, y en otras ocasiones (las menos) permitirá ser atravesado por las necesidades transferenciales del analizado, ofreciéndole un campo de juego donde reescenificar –en forma de diálogo- monólogos nunca estrenados.
Inicialmente (en orígenes normalmente infantiles), la transferencia bebió de una relación real en el imaginario, una relación que quedó de un modo u otro coartada, incluso reprimida, condenada a la repetición como esquema comunicacional inconsciente, como fantasma. De esta forma esa relación (antiguamente consciente e imaginaria) fue cimentándose en el inconsciente, tornándose simbólica.
Cuando la transferencia de dicha relación es puesta en escena de nuevo en el presente, poco sabe el sujeto que bebe de un patrón repetitivo inconsciente, de una cicatriz simbólica. De hecho, la mayoría de las veces el paciente creerá que se trata de algo nuevo, justificado por las circunstancias, e incluso podrá llegar a acusar al analista de haber sido el culpable de levantar esos sentimientos. En definitiva, el analizado intentará explicarla en su carácter imaginario; ahí es donde el terapeuta debe invitar al paciente a reconocer el carácter simbólico de eso que cree puntual y coherente, en una tentativa que, de seguro, levantará todo un abanico de resistencias y resquemores.
El propio Lacan, en el Seminario I “Los escritos técnicos de Freud”, definió la transferencia como un fenómeno imaginario que sería el “pivote” en la cura. A su modo de ver, se hacía necesario girar el timón (por las tormentosas aguas de la resistencia) para hacer comprender al analizado que está reescenificando algo que le viene del simbólico (una invitación a la abreacción).