… que a fin de cuentas es lo que la gente lega –las personas de a pie- considera “realidad”.
. Cuando el infante (entre los seis y los dieciocho meses) rompe su
y se topa con la realidad de su reflejo -con un otro (que es él mismo) que le devuelve una respuesta y le invita a aceptar su rol de unicidad individual-, el niño queda atrapado en esa trampa especular, enmarañado en una red de sucesivos otros que (en el futuro, inconscientemente) se harán necesarios para reafirmar su propia existencia diferencial.
El estadio del espejo es a su vez el detonante de un primer
lambda en el niño, de una primera comunicación con un primer otro que (como sucede con el psicoanalista) únicamente le devolverá un reflejo. De esta forma, el
imaginario se conforma como el terreno de juego de millones de
lambdas a la deriva, como un gigantesco escenario donde los Yoes, emborrachados de consciencia, hilvanan lo que creen que es su existencia en un –y nunca mejor dicho-
espejismo colectivo.
Y es que el imaginario es el triunfo de la subjetividad, de lo escópico y lo visual, de lo aparente que se sitúa entre el
a y el
a’. El imaginario se nos dibuja como una gran mascarada en la que exhibir palmito o arrastrar nuestras neurosis, como una auténtica hoguera de vanidades. Desde el
mito de la caverna de Platón, la impostura imaginaria ha sido denunciada por un sinfín de filósofos, y en los últimos tiempos los cineastas han recreado su virtualidad en películas como
Nivel 13,
Dark city o la archiconocida
Matrix. De hecho Platón, con su alegoría, nos sitúa ante la disyuntiva de un sombrío universo de los sentidos y de la percepción -donde moraban los ciegos pobladores de las cavernas- enfrentado al mundo de las ideas (de la razón) únicamente accesible a aquellos que se liberasen de sus cadenas. El filósofo, a su manera, fue el precursor a la hora de delimitar los registros
imaginario y
simbólico.
Lo imaginario es también el reino donde se ponen en juego las identificaciones (pese a que éstas beban de componentes simbólicos), por lo que el equívoco se multiplica al considerar
real un territorio preñado de falsas atribuciones e ilusorias expectativas.
El registro imaginario, por sí mismo, es una carcasa vacía, un inmenso tejido epitelial. Necesita de lo
simbólico para hacerse creíble y operativo. Pese a lo sospechoso de su esencia, pese a su distanciamiento de la “realidad”, nunca debemos olvidar que se trata del único escenario practicable. De ahí provienen nuestros pacientes y ahí es donde debemos reubicarles al finalizar el tratamiento. De hecho, allí es donde el propio psicoanalista se arrastra al apagar las luces de su despacho, una vez desprovisto del saber que le han supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario