En el momento en el que el sujeto decide acudir a terapia, es común que se hayan producido varios intentos (infructuosos) de solventar el problema por otras vías. Al ser humano le gusta creerse poseedor del control de su existencia, y en dicho empeño intenta auto-gestionarse de la forma más independiente posible, llamando a la puerta de la consulta sólo tras agotar sus mecanismos de afrontamiento.
En condiciones ideales, el individuo que se nos presenta a la primera entrevista acostumbra a estar desorientado justo en lo que debería ser un experto: él mismo. Tras haber intentado el cambio individualmente, y tras haber deambulado con su problema de amigo en amigo, de a’ en a’, el sujeto por fin se encuentra desdibujado y necesitado de explicación: todo él hecho demanda. Bajo la imperante exigencia de la necesidad, en muchas ocasiones los profesionales del tratamiento seremos automáticamente promocionados a la posición de Sujeto Supuesto Saber, a la ambigua atribución de ser otro diferente a los otros otros: y en esa esperanza el paciente nos ubica del lado del Otro grande (A), un otro especialísimo (¡por favor, por favor!) que pueda gestionar un conocimiento que a él se le escapa.
Es a partir de aquí (en las distancias cortas) cuando un terapeuta se la juega. Dependiendo de cómo sepa desenvolverse en el registro simbólico, acompañando su postura de los conocimientos y experiencia pertinentes, el profesional asentará lo que se ha venido denominando el sittin’. Dependiendo de su orientación, enfocará el tratamiento por la vía del desahogo de lo consciente (desempeño en el registro imaginario), o alternando posturas entre una escucha (a’) y otra (A). Aquellos que elijan la primera vía pueden decidir el grado de directividad de su terapia, desde un proceso de compañerismo o guía hasta un proceso de aprendizaje guiado por un terapeuta-tutor. Por lo contrario, incluir la posibilidad del inconsciente como hipótesis de trabajo supone alternar ambas posturas, en un ejercicio dual en el que el analista se mueve en ambos terrenos, perfecto espejo en el imaginario y aventajado embajador del registro simbólico.
En condiciones ideales, el individuo que se nos presenta a la primera entrevista acostumbra a estar desorientado justo en lo que debería ser un experto: él mismo. Tras haber intentado el cambio individualmente, y tras haber deambulado con su problema de amigo en amigo, de a’ en a’, el sujeto por fin se encuentra desdibujado y necesitado de explicación: todo él hecho demanda. Bajo la imperante exigencia de la necesidad, en muchas ocasiones los profesionales del tratamiento seremos automáticamente promocionados a la posición de Sujeto Supuesto Saber, a la ambigua atribución de ser otro diferente a los otros otros: y en esa esperanza el paciente nos ubica del lado del Otro grande (A), un otro especialísimo (¡por favor, por favor!) que pueda gestionar un conocimiento que a él se le escapa.
Es a partir de aquí (en las distancias cortas) cuando un terapeuta se la juega. Dependiendo de cómo sepa desenvolverse en el registro simbólico, acompañando su postura de los conocimientos y experiencia pertinentes, el profesional asentará lo que se ha venido denominando el sittin’. Dependiendo de su orientación, enfocará el tratamiento por la vía del desahogo de lo consciente (desempeño en el registro imaginario), o alternando posturas entre una escucha (a’) y otra (A). Aquellos que elijan la primera vía pueden decidir el grado de directividad de su terapia, desde un proceso de compañerismo o guía hasta un proceso de aprendizaje guiado por un terapeuta-tutor. Por lo contrario, incluir la posibilidad del inconsciente como hipótesis de trabajo supone alternar ambas posturas, en un ejercicio dual en el que el analista se mueve en ambos terrenos, perfecto espejo en el imaginario y aventajado embajador del registro simbólico.
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