Aún a riesgo de simplificarlo demasiado, podríamos comparar los diferentes yoes del individuo con dos vectores que pivotan sobre un mismo eje. Como una brújula con una doble aguja, el sujeto acostumbra a creer que su personalidad únicamente responde a la parte consciente, ignorando que ésta no es más que un accidente, una manifestación, un resto observable de los procesos que le subyacen. De la distancia que separe la posición de ambos vectores (el consciente respecto al inconsciente) dependerá un mayor o menor ajuste personal, así como una mayor o menor profusión de síntomas.
De hecho, en clínica no cesamos de observar personalidades donde el yo consciente reniega de su vertiente oculta, viviéndola como una entidad ajena e incómoda, a menudo incontrolable, ilógica… un resto indeseable, una excrecencia que, al principio intuida y después finalmente admitida, desean que el terapeuta ayude a erradicar. A lo largo del análisis el propio paciente es invitado a advertir que ese otro Yo, aparentemente caprichoso y desadaptativo, ha estado presente en un gran número de decisiones a lo largo de su vida; decisiones que el paciente creía haber tomado conscientemente y que -a la luz de los nuevos descubrimientos- denotan que el inquilino de su inconsciente ya se dejaba oír desde hacía décadas (fue su mudo consejero académico, el que le presentó a su pareja, quien se olvidó los preservativos en casa, su padrino en la boda...) Poseído a su pesar, el yo consciente termina por advertir la trampa de su libertad, lo equívoco de su libre albedrio, el rasgo artificiosamente construido de esa personalidad que creía tan genuina. En esa etapa de la terapia, etapa de revelaciones y resistencias, el inconsciente suele ser percibido a modo de terrorista encubierto: acechando entre las sombras, cautivo en sueños… deshaciendo los avances terapéuticos y volviendo a protagonizar repeticiones patológicas.
En resumidas cuentas, la personalidad del individuo se articulará sobre todo a nivel del Yo inconsciente (el “yo oficial”, que denominaba Freud). El disfraz exterior no deja de ser eso: una carcasa social más o menos adaptativa: una pretensión, un ideal, un proyecto… en algunos casos una estrecha cárcel, una pesada armadura que nunca brilla tanto como las armaduras de los otros… Remitiéndonos al tópico freudiano, aquello que pensábamos que nos definía por completo no es más que la punta del iceberg, el receptáculo exterior de una serie de rasgos que explican un tanto por ciento mínimo de toda nuestra complejidad.
Por circunscribir un poco aquello que nos define, deberíamos establecer como punto de partida que la estructura neurótica (el que uno sea predominantemente
obsesivo,
fóbico o
histérico) se halla firmemente afianzada en terreno inconsciente. Sobre ella se articulan (y aquí entra en juego lo consciente y propositivo) capas y capas de maquillaje yóico, de barniz social, y de distintas lacas protectoras. A menudo esta envoltura cumple una función adaptativa y, por poner un ejemplo, puede compensar la caracterología obsesiva de base (retraída y antisocial), con algunas pinceladas de rasgo histeriforme. El individuo resultante puede ser depositado en el escenario satisfecho de las correcciones que ha aplicado en su guión, temporalmente alejado del síntoma originario.
De esta guisa, las combinaciones son infinitas:
fóbicos emprendedores,
histéricos contrafálicos… La puesta en escena del gran carnaval del consciente, el
registro imaginario, es la perfecta mascarada donde exhibir aquello que nos hemos creído ser, aún a riesgo de silenciar aquello que realmente somos. Camuflados bajo capas y capas de mala memoria, ingenuidad e ignorancia, jugamos activamente nuestros
fantasmas mientras pasivamente somos jugados por nuestra estructura.
De este modo, no nos debería sorprender que la primera medida que tome nuestro terapeuta sea la de
aplicar un decapante.
Se recomienda consultar una entrada anterior,
relativa a la teatralidad del imaginario.
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