11 febrero 2009

El Goce (III). Esopo

Reza la fábula:
El Avaro Esopo
Un avaro, convirtiendo en oro toda su fortuna, fundió con el metal un lingote y lo enterró en cierto lugar, enterrando allí, a la vez, su corazón y su espíritu. Todos los días se dirigía a ver su tesoro.
En esto, le observó un hombre, adivinó su suplicio y, desenterrando el lingote, se lo llevó. Cuando poco después volvió el avaro y halló el escondrijo vacío, se puso a llorar y a arrancarse los cabellos.
Un vecino que le vio lamentarse de tal manera, después de informarse del motivo le dijo: No te desesperes así, hombre, porque al fin y al cabo aunque tenías oro no lo poseías verdaderamente. Agarra una piedra, escóndela donde estaba el oro y figúrate que es oro; la piedra servirá para ti como si fuera el oro mismo, pues a lo que veo cuando lo tenías enterrado no utilizabas para nada esta riqueza.

(Nada es la propiedad sin su disfrute)


¿Dónde advertir el goce? Popularmente, podría considerarse que el avaro gozaba engañosamente de su posesión pese a no disfrutar de su usufructo, de ahí la consecuente moraleja. No obstante, el psicoanálisis va más allá estableciendo que –paradójicamente- el goce se asentaría a partir del robo y de la pérdida, pues sería entonces cuando el avaro podría “disfrutar” de su lamento y de la queja resultante.
De hecho, en la parcela simbólica (de la misma forma que la madre nutricia en la imaginación del niño), el lingote de oro moraría incluso en su ausencia imaginaria, finalmente resguardado de ladrones. El avaro continuaría escavando periódicamente en sus recuerdos para rememorar la pérdida del lingote, desconociendo que mediante dicho proceso, y por fin, ha llegado a atesorarlo plenamente.
Padecer de una falta que habita en el simbólico allí donde no se supo (o pudo) disfrutar de ella en el imaginario. De nuevo, las connotaciones referentes a la primera frustración infantil quedan acantonadas en nuestra personalidad y dirigen, desde el fantasma, nuestra relación con terceros. En una mayoría de casos, el objeto (prototípicamente: la relación de pareja) queda condenado a ir desfalleciendo, a decepcionar en el consciente para ubicarse en un puesto de honor simbólico: servir de alimento a la queja.
Y es que esta trampa edípica cimenta a la queja como un grito de guerra, estructural en las histerias, destilando un goce residual subyacente al hecho de que, frustradas en el imaginario, evidencian no estarlo en lo simbólico.
“El goce es la sustancia vital que se ’retuerce’ en su insatisfacción, que pugna por realizarse, sin tomar en cuenta al otro y la ley. La carne del infante es ya desde un inicio un objeto para el goce. Ese infante podrá ser ‘gozado’ fuera de las coordenadas del deseo y la ley. No obstante, ese infante tendrá que identificar su lugar en el Otro, en el sistema sociosimbólico. Es decir, podrá constituirse como sujeto en la medida en que internalice los significantes que proceden de ese Otro, que siendo seductor y gozante está al mismo tiempo mediatizado por las propias interdicciones que lo constituyen. La madre, por ejemplo, puede gozar de su bebé considerándolo una posesión a la que puede disfrutar a su antojo. No obstante, esa madre, con su potencial seductor y gozante, contiene también a la ley y su prohibición del goce, por lo que su tentación de usufructuar el cuerpo de su hijo, se verá refrenada. De esta manera, en vez de persistir en el trato de su bebé como objeto de goce, comenzará a autolimitarse, a interpelarlo como sujeto, a reconocerlo como un agente en ciernes, dentro de los intercambios simbólicos.”[1]
En resumidas cuentas, allí donde el obsesivo intenta –fútilmente- sustraerse al goce y erradicarlo de su sistema simbólico (de hecho intenta que todo aquel que le rodea renuncie igualmente a su usufructo), la histeria se nos dibuja como la quintaesencia de la negación a ser gozada y la reivindicación del propio goce, pese a su ambiguo discurso de seducción imaginaria.

[1] Extraído del siguiente link.

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