Si se cree en la existencia de un inconsciente no arbitrario y elaborado (ventaja que cada vez elegimos menos especialistas), la forma en que se codifica la información de dicho aparato psíquico (complejo en base a su desconocimiento) pasa por el rasero del mecanismo de la metáfora y la metonimia. Es de esta forma, en base a las respectivas condensaciones y desplazamientos, cómo se explican los fenómenos psicoanalíticos de la asociación libre o la propia interpretación de los sueños.
Porque, ¿qué es interpretar un sueño? ¿Qué extraño y taimado arte se esconde tras dicho proceso de interpretación? ¿Quiénes son los elegidos para desempeñar la magia y en base a qué criterios?
Como suele ocurrir con la magia, detrás hay truco.
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I. Los restos diurnos
El primer paso en la interpretación siempre debería ser el desechar la información no metafórica. Más de un psicólogo puede echar el grito en el cielo sobre qué criterio discrimina qué material se puede o no desechar. Pues bien, de momento vamos a esquivar el tan manido tópico de que la interpretación es un arte (apesta a sugestión y pseudociencia), para establecer que el cerebro también (y no únicamente) almacena información sensorial.
Es lógico admitir que en el sueño pueden aparecer (y de hecho así sucede) restos diurnos que -si bien no arrojan mucha luz sobre posibles contenidos latentes-, pueden ser colocados como actores que hablen de la existencia de un segundo discurso. O puede que no, puede tratarse tan sólo de acontecimientos que, bien por su impacto afectivo, bien por su cualidad de llamativos o sorprendentes (entre otros factores), han quedado impresos en nuestra memoria sin necesariamente implicar procesos subyacentes. De ésta segunda explicación muchos psicólogos cognitivos podrán hablar con mayor conocimiento (y mucho mayor interés, me consta) que el que subscribe.
Si bien resulta lógico, de cara a una posterior interpretación, obviar de antemano dichos restos diurnos (que se dibujan casi como ecos sensoriales de la experiencia cotidiana), debemos ser cautos por si alguno de ellos no ha tomado repentinamente un protagonismo del que carecía en la vigilia. ¿Y si el caniche moteado con el que nos hemos cruzado por la tarde aparece de nuevo en la madrugada, pero esta vez destrozando un vestido de novia? No hace falta ser un freudiano ortodoxo para contemplar el abanico de posibles interpretaciones que abre dicha metáfora (lo que se impone es cautela a la hora de cerrar dicho abanico y no caer en sobreinterpretaciones de principiante).
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