04 febrero 2009

Can Cerberos, el guardián de las tópicas

Moviéndonos cautelosos entre las tópicas freudianas, y siguiendo con la intervención, ¿en qué nos centramos? ¿Modificamos la estructura inconsciente de la personalidad o rectificamos los rasgos de carácter conscientes?

Guardemos momentáneamente el bisturí. Echemos antes una detenida mirada al paciente que, paradójicamente y sin anestesia alguna, nos implora un cambio al otro lado de la mesa de operaciones. Para cada caso particular, e independientemente de la demanda del paciente (a menudo desencaminada) debemos evaluar dónde se localiza el foco sintomático.
En una mayoría de casos los pacientes acuden propositivamente a terapia con una demanda sincera y sopesada: desean un cambio que se les ha antojado imposible en circunstancias anteriores. Una vez abandonan la queja histeriforme y se olvidan de atribuir sus fracasos a causaciones externas (proceso que de por sí puede ser arduo en algunos individuos), comienza a dibujarse, a nivel inconsciente y en un terreno vetado y de difícil acceso, un esbozo de personalidad oculta, una sombra de sí mismos que, desde bambalinas, orquesta una sinfonía sintomática contraria a sus propósitos conscientes.
El ejemplo más claro de esta configuración intrapsíquica la encontramos en el colectivo fóbico; Generalmente educados, sociales y adaptados al imaginario, y con un envidiable control del sadismo que les aparta de la problemática histeriforme clásica, estos perfectos ciudadanos, estos afables jugadores de lo social, esconden un yo inconsciente siempre deficitario; un tramposo tahúr que les exige anclarse a la inferioridad y al pesimismo. Cualquier indicio de remonte, cualquier sospecha de mejora consciente, precipita una sensación de desconfianza (la denominada señal de angustia) que acostumbra a venir acompañada de diversos actings y retrocesos terapéuticos. En estos individuos se observa claramente hasta qué punto su personalidad inconsciente se ha hermanado con el beneficio secundario que el síntoma le procura, hasta qué punto han hecho de la convivencia con la patología y el recorte un estilo de vida en sí mismo.
Y es que existe una ley máxima que el fóbico obedece a ultranza: “la satisfacción del momento es la ruina del siguiente”[1]. Anticipándose al pago que cree le espera, agazapado entre la angustia, el fóbico se auto-mutila constantemente, perseverando en una poda que le asegura un mínimo de estabilidad, siempre perentoria. De ahí al masoquismo ahí un recorrido anecdótico. Hiladoras del goce.
Moviéndonos en arenas movedizas, alejar del síntoma a estos individuos (a priori el principal objetivo de cualquier terapia) se convierte en el disparador de una alarma inconsciente, en el percutor de la angustia... angustia de disolución yóica.
De hecho, Lacan, en su seminario de 1962, desenmascara la demanda fóbica al establecer que la angustia aparece “cuando desconozco mis insignias”, cuando “no sé lo que soy como objeto para el Otro”[2]. Al fóbico no le gusta la imagen que le devuelve el espejo pero, al ser invitado a ponerla en entredicho, siempre preferirá la distorsión (lo malo conocido) que no reconocerse en la nueva imagen (“desconocer sus insignias”). De esta forma esta estructura representa de manera prototípica la batalla entre el yo consciente y el inconsciente, la aporía del “ten cuidado con lo que deseas”.
Y es que ante la incómoda pregunta de nuestro deseo (el che vuoi? lacaniano) nos encontramos con dos respuestas por cada individuo: una de ellas sale espontánea en la primera entrevista (“deseo estar bien”, en su forma más ingenua), pero otra respuesta comienza a emerger cuando la andadura terapéutica acumula cierto recorrido. De nuevo, dos personalidades cohabitan en cada sujeto, dos esferas (a la manera de Szondi: el perfil del primer y el segundo plano) que no necesariamente comparten objetivos.
La neurosis obsesiva, en cambio, suele constituirse en un universo diferente. Con estas personalidades a menudo se advierte que la problemática afecta más a la superficie, a la imposibilidad de crear una máscara adaptativa, que al hecho de ser hablados por su patología inconsciente. De hecho, allí donde en las fobias podríamos hablar de un Yo masoquista, en la neurosis obsesiva el Yo inconsciente pasa por ser la víctima de un superyó característico, especialmente sádico. Generalizando mucho (con todos los problemas que esto nos pueda acarrear) podríamos decir que allí donde conviene enmudecer al yo fóbico interesa dar la palabra al yo obsesivo.
Y de este modo debemos ser extremadamente cautos a la hora de intervenir, pues el equilibrio entre lo deseado y lo indeseable es más sutil y adaptativo de lo que el paciente está dispuesto a admitir. En lo que se refiere a las características de nuestra personalidad, excederse en la manifestación de un rasgo a nivel consciente, evidenciarlo al extremo, equivale a coartar y reprimir su parte antagónica, que capitaneará en forma de pulsión impulsos que se nos antojarán ajenos y sintomáticos. Como almacén de las antítesis, el inconsciente atesora los fantasmas que expulsamos de nuestra consciencia, y el Yo que allí habita se convierte en su portavoz, guardián y cancerbero[3].
Como viene siendo costumbre después de desarrollar un concepto, os dejo el archivo para descarga: "Inconsciente.pdf"

[1] H.P. Lovecraft.
[2] Seminario “La angustia”, 14 de noviembre de 1962.
[3] En la mitología griega, Cerbero (‘demonio del pozo’), también conocido como Can Cerberos, era el perro de Hades, y guardaba su puerta (el inframundo griego), asegurando que los muertos no salieran y que los vivos no pudieran entrar.

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