24 noviembre 2008

Tres Registros IV: El campo de lo simbólico

En nuestra aproximación a los tres registros lacanianos, he preferido dejar para el final aquel campo –el simbólico- en el que debemos desarrollar nuestro desempeño terapéutico.
Ya hemos visto que el niño nace adscrito a lo real, campo en el que se parapeta (todo él narcisismo primario) hasta que es invitado a la especularidad. También observamos cómo el mismo niño, quince años después, se mueve con inusitada soltura en el imaginario deambulando de discoteca en discoteca, todo él animal prosocial.
Resulta evidente que nos encontramos huérfanos de un registro que explique y complemente a los dos primeros, y a tal fin acudimos a la teorización del campo simbólico. Muchos teóricos defienden que este registro se caracteriza por la falta, no ya una falta insondable como la mencionada en lo real, sino más bien como una localización donde ubicar aquello que ha dejado de percibirse en el imaginario. Por citar un ejemplo altamente explicativo, ante la muerte de un ser querido se hace necesario un proceso de duelo que reubique su ausencia del imaginario, y de esta manera su recuerdo es promovido a un ámbito simbólico, en un más allá de la percepción pero -a menudo, paradójicamente- más cercano e íntimo.
Lacan, pues, articuló el simbólico como una caja donde presentificar las ausencias, un almacén que se inauguraría (de la mano del concepto del Fort-Da freudiano) cuando el niño, ante la separación de la madre (y del pecho que le sustenta y acalla) realiza un primer duelo recreándola en su imaginación. Prueba de este mecanismo de necesaria frustración es evidenciada por la temprana instauración de diversos objetos transicionales, como el chupete (primera metonimia del deseo) que representa como significante a una parte de la madre en su ausencia. Desde ese primer momento en que el niño “alucina” a su progenitora, el espacio simbólico queda oficialmente inaugurado a modo de campo de entrenamiento –virtual- donde improvisar fantasías sádicas o reparadoras. Todo un extenso almacén de fantasmas.
Siendo el simbólico una articulación teórica promovida por Jacques Lacan, no debería extrañarnos su potencial lingüístico. Y es que el simbólico no sólo sirve de trastero para las ausencias, sino que también se erige como el códice dónde quedan impresas todas las leyes. De esta guisa, el lenguaje puebla el simbólico hilvanando significantes que convocan conceptos. De igual manera que el chupete ejemplifica la imago de la madre, los significantes son objetos transicionales que invocan a los objetos a los que dan significación. Allí donde en el imaginario nuestro oído recoge la sentencia fonética “no pienses en un elefante”, nuestro simbólico inmediatamente se debate entre la orden consciente y la imposibilidad implícita de rescatar la imagen del paquidermo. En otro ejemplo, el significante “Japón” -con independencia de que el sujeto haya estado es dicho país- despierta un concepto (un significado) puramente simbólico, que debiera ser inexistente en ausencia de huellas mnémicas pero se presentifica mediante diversos acercamientos cognitivos.
Pero con ello no debemos caer en el equívoco de pensar en el simbólico como un almacén mnémico. El simbólico atesora toda una biblioteca implícita de esquemas, normas y leyes. Este campo bebe de la invitación a lo social que nos cursaron nuestros padres, y de la propia interpretación subjetiva que nosotros recogimos –o de la que renegamos reactivamente- del superyó paterno.
Lacan diría que el “simbólico hace del hombre un animal serhablante” (parlêtre) “fundamentalmente regido, subvertido, por el lenguaje, que determina las formas de su lazo social”. El simbólico (en su vertiente preconsciente y consciente) se nos dibuja como un glosario de conceptos y abstracciones, una oficina de timbres donde se etiqueta la realidad, donde se almacena los fantasmas y se afianzan los autoconceptos.
En otro orden, mucho más analítico, el simbólico salvaguarda la prohibición edípica, siendo embajador del Nombre de Padre como emisario de toda futura Ley y estructura. Es dicho advenimiento (el de la Metáfora paterna), el que exilia el significante fálico y su omnipotencia al inconsciente reprimido –fuera de juego-, dejando como resto un primer significado preconsciente, el de la castración, que habilitará mediante un agujero, una hiancia, el acceso al deseo movilizando todo el engranaje pulsional del individuo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tengo una duda que me aparece cuando explica el concepto de lo simbólico desde una doble perspectiva:
- Como una característica de un proceso psíquico en el que el significante ocupa un lugar de una ausencia (a la manera del fort-da y a la manera de la representación del signo lingüístico).
- Como ubicación de la moral, lo normativo y educacional.

En este segundo caso entiendo que se da un proceso simbólico, ya que el superyó en un sujeto es el testimonio de la labor educativa (padres, normas, educación, civilización)en ausencia de esos elementos cuando el sujeto deviene adulto. Entiendo tambien que es la falta la que se simboliza en la ley (existe ley porque se simboliza la falta de una complitud del yo ideal). Entiendo lo simbólico por tanto como un adjetivo, pero no lo entiendo tópicamente, no lo entiendo como un lugar. Si me preguntaran qué es lo simbólico, yo diría que es la forma que tenemos de aprehender la realidad (el lenguaje) y la forma en la que se transmite la ley y en la que esta aparece; sin emnbargo no lo entiendo como un lugar psíquico: la ley "es" simbólica pero no "está" en lo simbólico (a no ser que se entienda a la ley como el mismo lenguaje).