En el esquema Lambda, el eje imaginario cubre las relaciones entre el Yo del sujeto (aquello que el sujeto cree ser, denominado a minúscula) y cualquier otro (otro al que se dirige el discurso y también mediatizado por creencias), denominado a’. Se trata del eje absolutamente consciente de la comunicación, y en él se representan las escenificaciones de la vida cotidiana, así como los diversos papeles y roles.
El sujeto solamente es intencional desde este eje: la producción del lenguaje parte desde el consciente de a y es recogido, a su vez, por el consciente de un a’. Quizá por ello nos encontramos tan cómodos inaugurando frase tras frase: el proceso nos refuerza nuestro carácter consciente y volitivo; tras cada contestación se nos reafirma que nuestro mensaje, conscientemente ensamblado, ha sido correctamente entendido.
Existimos. Pero siempre mediatizados por un otro.
Pese a este perentorio triunfo consciente, el esquema Lambda se define como un grafo de la intersubjetividad. Hablamos de intersubjetividad porque todo, en el discurso o en nuestras relaciones con los otros, está supeditado a instancias que mediatizan la comunicación, haciéndola imposible de objetivizar.
Nos gusta creernos los directores de nuestro discurso, y en este afán entablamos diversas comunicaciones desde el eje imaginario. Creemos tener algo que decir; creemos disponer de herramientas con la que elaborar el discurso y, en un último error, creemos contar con la libertad de escoger un interlocutor sobre el que depositar nuestra información.
Se trata de un proceso paradójico, y de ahí que Lacan estipulara que la comunicación se basa en el malentendido. En el discurso cotidiano, si bien nuestro consciente elige qué contar, de qué manera hacerlo, y a quién… en la experiencia clínica nos percibimos de que –con frecuencia- hay otro discurso tangencial al del consciente, un discurso que aguarda a un interlocutor que sepa poner oído y atención. Se trata de otro tipo de comunicación latente, que se mezcla con el discurso convencional y espera, entre las pausas y detrás de los malentendidos, a alguien con las actitudes necesarias para su decodificación.
Parece ser que el inconsciente ya se ha acostumbrado a la tiranía del eje imaginario, sabiendo que no se trata del mejor registro para poder expresarse. En la comunicación convencional, el inconsciente va aflorando a modo de válvula de escape, descargando parte de su carga, de su deseo de ser contado, ante un público que lo obvia y hace oídos sordos a su contenido, atribuyendo su existencia a fenómenos intrusos y a equivocaciones aleatorias. El sujeto habla, pero no sabe lo que dice, que diría Lacan.
Lo inconsciente, para un mal entendedor, se convierte en algo implícito; a veces una sensación intuida, casi siempre en todo un canal comunicacional ignorado.
Dicho material aflora pese a no disponer de terreno sobre el que germinar. Es por esto que Lacan dirá que el individuo es hablado; a su pesar, añadiríamos nosotros. A modo de desahogo, el inconsciente se comunica aún en ausencia de receptor válido, en un proceso homeostático que, si bien no cura (como bien demostró la clínica catártica), sí consigue aliviar temporalmente la tensión intrapsíquica. Acostumbrado a ser frustrado de continuo, no es de extrañar que busque la figura de un alguien que sí sepa escuchar, un otro muy diferente de los otros conscientes: un Otro Grande (en el grafo, A). Mientras tanto, y siempre y cuando no se desate la patología, seguirá hablando para nadie, provocando lapsus que no se interpretarán y recreándose en el único campo que permite su expresión: el onírico.
Volviendo al registro imaginario, un Yo consciente le dirige un discurso a otro Yo consciente, que a su vez contesta (o eso cree) en un proceso denominado molino de palabras. Se denomina de esta forma porque los interlocutores, independientemente de su buena fe, lo único que hacen es intercambiar significantes que brotan de sus respectivos conscientes, obviando ambos el material no consciente, y rellenando las lagunas con atribuciones, creencias, valores y repeticiones (fantasmas, en última instancia).
Podemos asistir al verdadero molino de palabras en cualquier conversación con un desconocido, de las que se producen para romper el hielo. Si en el ascensor de turno seguimos el rastro de una conversación con un vecino, nos encontraremos con frases que repentinamente llegan a su fin, incómodas, para ser sustituidas por otras que, de igual forma, tampoco se demuestran muy operativas. Vaya tiempo hace, ¿eh? Diga usted que sí… nos ha pillado desprevenidos… Vaya… ¿Qué viene, de la compra? Sí, ya se sabe, las obligaciones de todos los días… hace tiempo que no veo a su mujer… Sí, es que últimamente trabaja mucho y llega tarde a casa… En fin… éste es mi piso. Hasta luego…
En este fenómeno no disponemos de información del campo simbólico del otro. Al ser un desconocido, tampoco nos ha permitido decidir si comparte creencias o valores con nostros, imposibilitando el proceso de atribuciones e identificación. El discurso aparecerá siempre descatectizado y errático, artificial y protésico, repleto de incómodos silencios.
Pese a que continuaremos abordando el Lambda en las próximas entradas, os aconsejo visitar los posts que Valentín ha publicado últimamente sobre el mismo tema.
3 comentarios:
El Blog es un chiche,me encantó, no dejes de publicar.
Kharen
Soy Enrique de Uruguay y quiero felicitarte por el Blog ya que es sumamente didactico, básicamente por la simpleza de los conceptos, sin los términos rebuscados a que nos tienen acostumbrados la mayoría de los autores que escriben sobre estos temas.
Muy bueno! Muchas gracias!
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